martes, 2 de septiembre de 2025

XXIII DOMINGO ORDINARIO - C

 Lc 14, 25-33


En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; Él se volvió y les dijo:

-Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío.

Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío.

Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla?

No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo:

«Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar».

¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diezmil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil?

Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz.

Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío.

 

COMENTARIO:

El evangelista san Lucas nos presenta hoy a Jesús de camino hacia Jerusalén, lugar en el que será entregado, juzgado y ejecutado como un malhechor, dando así testimonio con su vida de su doctrina. San Lucas nos dice que «le acompañaba mucha gente». En este texto que hoy meditamos Jesús deja muy claro que a él no le preocupa el número de sus seguidores, sino la calidad de los mismos. De toda esa muchedumbre que le sigue van a ir dándose de baja un buen número de ellos ante las exigencias que supone seguir a Jesús para completar su proyecto del Reino. Ser discípulo de Jesús no es simplemente caminar junto a él, admirarse de su doctrina, aplaudir sus obras y maravillarse de sus milagros; hay que renunciar a los bienes materiales, e incluso a lo más querido en la vida, la familia y olvidarse de sí mismo, cargando con la propia cruz tras el Señor.

Para Jesús no vale como respuesta a su llamada la expresión ‘depende’, poniendo condiciones. El seguimiento de Jesús, aceptar su proyecto del Reino exige un sí decidido. La llamada nos la hace a todos, pero no nos pide que le respondamos de inmediato; antes debemos sopesar bien todo, calcular nuestras fuerzas, medir nuestras disposiciones, ver hasta dónde llega nuestra generosidad. Si hacemos mal los cálculos, corremos el riesgo del constructor de la torre: hacer el ridículo; para ello es necesario antes meditar, reflexionar en serio en lo que supone el seguimiento de Jesús: renunciar a los bienes materiales, a la familia y a sí mismo.

Para nuestra reflexión, el Señor nos ofrece unas pistas: hay que estar dispuesto a dejar todo, incluso lo más querido como puede ser la propia familia. Se trata de lanzarse al vacío, fiarse totalmente de él.

Los santos se decidieron a seguir con su cruz tras las huellas del Señor, se fiaron totalmente, sabían que contaban con la ayuda del Señor, con su compañía y ánimo. Al final estará la recompensa, que no faltará. Y no solo los santos, sino también tantos y tantos creyentes, misioneros y trabajadores voluntarios en el proyecto de construcción del Reino, que se han lanzado al vacío y siguen, a pesar de las dificultades, empeñados en llegar a la meta. Han optado por entregarse a los más pobres y desfavorecidos, esos que a la mayor parte de la sociedad les resultan molestos, porque les interroga su vida tranquila y acomodada, conseguida ciertamente con trabajo y muchas renuncias.

La invitación ahí está ante nosotros. El Señor invita a cada uno de la multitud que le sigue camino de Jerusalén. Ahora se trata de considerar qué estamos dispuestos a dar, de qué nos vamos a desprender, si somos capaces de dejarlo todo, si nos vamos a fiar del Señor. Solo entonces podemos dar el paso adelante: decir sí al Señor y que estamos dispuestos a dejar todos nuestros bienes por él, esos bienes que nos proporcionan una vida tranquila. ¡La recompensa final lo merece!

Así pues, ser cristianos es de intrépidos, no de pusilánimes ni de indecisos. Jesús era muy consciente de ello y sabía que eran pocos los que lo seguirían. Pese a ello, ahí está la propuesta del Reino, que también nos la hace a nosotros hoy.

Señor, al celebrar ahora en la eucaristía tu entrega generosa por la salvación de todos los hombres, danos un corazón nuevo, más generoso y entregado a los más necesitados. Que vean en nuestra entrega desinteresada el amor que Dios Padre les tiene.

miércoles, 27 de agosto de 2025

XXII DOMINGO ORDINARIO - C

 Lc 20, 27-38


En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron:

- Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último, murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella.

Jesús les contestó:

- En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor «Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob». No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos.

 

COMENTARIO:

 Allá por el siglo XVI santa Teresa componía unos versos, expresión de su vida mística: «Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero». Y de esto les habla hoy un poco san Lucas a los buenos cristianos de su comunidad: ¿Qué es lo importante en la vida? ¿Para qué estamos aquí? ¿Dónde deben dirigirse nuestras miradas, nuestras aspiraciones? ¿Cuál es el norte, hacia donde debemos encaminar nuestros pasos para no perdernos en lo circunstancial, en lo superfluo, en lo secundario, en lo que no cuenta apenas nada o sencillamente estorba?

San Lucas nos sugiere que de lo que se trata es de ser juzgados dignos de la resurrección de entre los muertos al final de nuestros días. Aquellos buenos cristianos de entonces no parece que pusieran en duda la resurrección de entre los muertos, pero sí estaban desorientados sobre el camino para alcanzarla.

Hoy tal vez tengamos el mismo o parecido problema en nuestros días, aunque seguramente más acusado. La preocupación por el final no nos abruma: ¡Hay tantas cosas que nos lo mantienen a distancia! ¡En Europa, vivimos tan a gusto en nuestro mundo de bienestar! El problema del más allá, de la resurrección no nos preocupa de modo inmediato, ni siquiera a medio plazo.

Entre quienes seguimos plateándonos el tema de la resurrección y cuál ha de ser nuestro proyecto de vida encaminado a su consecución, sí que es importante adentrarse en el texto evangélico de san Lucas y plantearnos cuál es lo más importante en la vida, cuál ha de ser tomado como secundario, y qué no debe preocuparnos en absoluto.

Santa Teresa en su poema de amor místico nos da unas pistas. Si leemos el poema con detenimiento podremos fácilmente encontrarlas: nos ayudarán a orientar nuestra propia vida. Cuando nuestras preocupaciones se centran en nosotros mismos, procurándonos todo lo necesario para gozar de una vida confortable, excluyendo de nuestra cercanía a todo y a todos los que puedan perturbar nuestra comodidad, entonces hemos escogido el camino equivocado. Santa Teresa dice que hemos de salir de nosotros mismos, de nuestro amor egocéntrico, para que el sitio pueda ocuparlo el amor de Dios, que se proyecta siempre hacia fuera, consiste en dar sin pedir nada a cambio. Cuando consigamos que este Amor ocupe el lugar del amor egocéntrico, nos será fácil trazar un proyecto personal de vida que nos encamine hacia la resurrección. En una palabra, solo así seremos, un día, juzgados dignos de la resurrección de entre los muertos.

Finalmente nosotros rezamos el credo en cada eucaristía y rezamos así, manifestando nuestra fe: «Creo en Dios, Padre todopoderoso». Nosotros, a semejanza de Dios, también somos padres y damos todo para que nuestros hijos gocen de una vida larga y feliz. Lo damos todo por su bienestar, por su salud, para que no les falte de nada, privándonos nosotros de casi todo. Pero nosotros no somos todopoderosos y por tanto nuestros hijos también sufren y mueren, pero a Dios Padre todopoderoso no se le muere ninguno de sus hijos. Nuestra fe en la vida eterna se proyecta en la esperanza confiada en Dios, Padre todopoderoso.

Cuando ahora proclamemos nuestra fe rezando el credo de la eucaristía, seamos conscientes de lo que afirmamos.