miércoles, 19 de noviembre de 2025

CRISTO REY - C

 Lc 23, 35-43


En aquel tiempo, las autoridades hacían muecas a Jesús, diciendo:

-A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido.

-Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo:

-Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo.

-Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: "Éste es el rey de los judíos".

Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo:

-¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros.

Pero el otro lo increpaba:

¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha faltado en nada.

Y decía:

-Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino.

Jesús le respondió:

-Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso.

 

COMENTARIO:

Si eres tú el rey... Esta es la condicional que viene, con alguna frecuencia, a nuestras mentes, cuando no acabamos de entender, o no comprendemos en absoluto lo del reinado de Dios. Si Dios es rey, ¿por qué el sufrimiento de tanta gente inocente?, ¿por qué no acaba de llegar de una vez su reinado?, ¿a qué espera?, ¿quién le impide mostrarse con claridad ante los descreídos?

¿Hasta cuándo seguirás olvidándome? ¿Hasta cuándo me esconderás tu rostro? (sal 13), rezaba el salmista, que no comprendía el silencio de Dios ni su forma de expresarse; porque la verdad es que Dios no ha dejado de hablar con toda claridad y de comunicarse con nosotros desde la creación del mundo y del hombre.

Posiblemente aquí está la raíz de la enfermedad que padece nuestro mundo, satisfecho de todo y también cansado de todo. ¡Cuánto cuesta comprender el silencio de Dios, o, mejor dicho, aceptar su mensaje! ¡Qué difícil es aceptar su lenguaje y su forma de hacer las cosas! ¡Cuán impacientes somos!

El Señor es Rey, pero nada tiene que ver su forma de reinar con la imagen de gobernar de nuestros dirigentes. Ya nos lo advirtió Jesús cuando estuvo entre nosotros; sus apóstoles lo dejaron escrito en el evangelio para los que nos decidiéramos a seguirle: Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuera de este mundo... (Jn 18, 36).

Y es que el modo de reinar del Hijo de Dios es servir, ponerse al lado del oprimido, defender al condenado por todos, situarse junto al enfermo, acompañar al anciano, echar una mano al pobre, estar junto al moribundo... Su reinar no es imponerse por la fuerza, dar un golpe de efecto convincente, rebatir al sofista de nuestros tiempos, humillar al insolente, desposeer a los ricos, aplastar a los poderosos: esto sería caer en nuestro juego, adoptar nuestras normas de actuación.

Jesús, en el último momento de su vida, se pone del lado del malhechor arrepentido y le declara: Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso (Lc 23, 43). Aquí, crucificados junto al Señor, es desde donde debemos reinar hoy los creyentes, aunque nos resulte incomprensible y difícil de aceptar esta forma de reinar, como seguramente tampoco la comprendía el malhechor crucificado.

Estar crucificados es estar con las manos atadas voluntariamente, no cayendo en la trampa que nos tiende constantemente el mundo, como ha hecho siempre con los profetas de todos los tiempos: Este no es de los nuestros, no se comporta como los demás, solo verlo da grima. ¡Acabemos con él, que se borre para siempre su apellido de la tierra de los vivos!, leemos en el Libro de la Sabiduría.

Señor, en este día, vengo a pedirte paz, sabiduría y fuerza. Hoy quiero mirar al mundo con ojos llenos de amor. Ser paciente, comprensivo y humilde. Ver a tus hijos detrás de las apariencias, como los ves tú mismo, para así poder apreciar la bondad de cada uno. Que solo los pensamientos que bendigan permanezcan en mí.

miércoles, 12 de noviembre de 2025

XXXIII DOMINGO ORDINARIO - C

 Lc 21, 5-19


En aquel tiempo, algunos ponderaban la belleza del templo, por la calidad de la piedra y los exvotos. Jesús les dijo:

-Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido.

Ellos le preguntaron:

-Maestro, ¿Cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?

Él contestó:

-Cuidado con que nadie os engañe. Porque muchos vendrán usurpando mi nombre, diciendo: "Yo soy", o bien: "el momento está cerca"; no vayáis tras ellos. Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico. Porque eso tiene que ocurrir primero, pero el final no vendrá en seguida.

Luego les dijo:

-Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países epidemias y hambre. Habrá también espantos y grandes signos en el cielo. Pero antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a los tribunales y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa de mi nombre: así tendréis ocasión de dar testimonio. Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro. Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa de mi nombre. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.

 

COMENTARIO:

«Maestro, ¿Cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal?».

Los discípulos están más interesados por el “cuándo” y el “cómo” que por el mensaje de Jesús: «Todo será destruido». El grandioso templo de Jerusalén, en el que el pueblo judío se sentía protegido y escuchado por Yahvé va a ser totalmente destruido, y para siempre. El lugar del culto a Dios ya no va a ser el Templo; así dice Jesús a la Samaritana junto al pozo de Siquem: «Créeme, mujer, llega la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre (…). Los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren» (Jn 4, 23).

¿Qué veía el Señor en aquel templo, tan deslumbrante a los ojos del buen judío, quien se sentía protegido y escuchado por Yahvé? No es fácil interpretar sus palabras atinadamente. Intentarlo nos puede ayudar a entender nuestra propia vida, y tal vez enderezar nuestro rumbo.

Jesús miraba en el interior de los corazones, no la apariencia externa. Su gesto de compasión y perdón estaba al alcance de los más pecadores: no quería perder a nadie de los que el Padre le había encomendado.

Jesús ve más allá de las piedras del Templo: se adentra en la religiosidad de su pueblo y concluye que esa forma de honrar a Dios Padre ya no es válida, que su pueblo, particularmente sus dirigentes, están cerrados a la novedad y frescura que trae el anuncio del Reino. Es por ello por lo que de toda aquella religiosidad hipócrita no quedará piedra sobre piedra: de la multitud de prescripciones absurdas, no quedará nada, porque el mandamiento del amor se bastará por sí mismo para honrar a Dios Padre; de toda la parafernalia de ceremonias litúrgicas y cumplidos religiosos externos, no quedará nada; para nada servirán alargar las filacterias de los mantos, ni las reverencias en las calles, ni el título de maestro ni de señor. A partir de ahora, a Dios Padre habrá que adorarlo en espíritu y verdad. Las piedras del nuevo templo –la Iglesia– habrán de estar talladas con compasión y misericordia.

Aquí está el camino de conversión. Benedicto XVI decía, en Santiago de Compostela, que el hombre es un peregrino, siempre en camino hacia su interior, en busca de la verdad. El cristiano es un peregrino en la búsqueda de lo que Dios Padre quiere de él. Es tarea de todos los cristianos pulir y limpiar las piedras del nuevo templo, la Iglesia.

La Iglesia y los creyentes que la formamos corremos el peligro de creer que ya todo está hecho, que no se necesita mejorar el esplendor de este templo del Espíritu. Sin embargo, la evidencia se impone: son excesivas las cosas que no convencen a los no creyentes y que a muchos cristianos nos preocupan.

Al final de este año litúrgico será bueno plantearnos el camino de renovación que debemos emprender al comienzo del adviento. Tal vez hayamos de derribar el templo que hemos edificado con esmero, pero no de acuerdo a las expectativas del Reino. ¡Que el Señor no vuelva a llorar, al contemplar el templo que le hemos construido los cristianos de hoy!

Así pues, no importan ni el “cuándo” ni el “cómo”. Y el texto evangélico de hoy termina así: «Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras vidas».