miércoles, 17 de diciembre de 2025

IV ADVIENTO - A

 Mateo 1, 18-24


El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo.

José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto. Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo:

- José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados.

Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el Profeta:

- Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa «Dios-con-nosotros».

Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer.

 

COMENTARIO

San Mateo conocía sobradamente el nombre del hijo de María, pues convivió con él, y era también consciente de que la comunidad de los creyentes no lo ignoraba. Entonces nos preguntamos por qué se empeña Mateo en cambiarle ahora de nombre al narrarnos su nacimiento.

La orden que trae el ángel es perentoria: el hijo ha de llamarse EMMANUEL, que significa «Dios-con-nosotros». Es evidente que Mateo nos está lanzando un mensaje obvio. Mateo ha llegado a una conclusión muy clara, tras el corto espacio de tiempo vivido al lado del Maestro y la profundización posterior a la resurrección de Jesús de todo lo acontecido: Dios está con nosotros. En la profecía del profeta Isaías encuentra la clave, la razón para cambiar el nombre por el de EMMANUEL, lo que tendrá buena acogida por parte de los cristianos provenientes del judaísmo.

Ahora, ¿qué es lo que quiere comunicar a las primitivas comunidades judeocristianas a las que él se dirige y también al resto de los cristianos de los siglos venideros? Emmanuel es el Dios con nosotros: Dios que se encarna, que se hace uno de nosotros, con todas las consecuencias que ello comporta; para que, contemplándolo, aprendamos a ser hombres, vivamos la humanidad en plenitud; para que, conociendo el ideal de hombre que el Hijo de Dios nos traza, tendamos con todas nuestras energías hacia él; para que nos ilusionemos ante las posibilidades de perfección que encierra el ser hombre.

Emmanuel es el Dios con nosotros: Dios que se pone de parte de los más desprotegidos de la sociedad; Dios que nace en extrema pobreza y necesidad; Dios que se hace presente donde dos o tres se reúnen en su nombre y le invocan; Dios que se encarna en el sufriente, en el agonizante y en quienes viven en soledad. Es el Dios que se hace presente en las víctimas inocentes de las guerras; es el Dios del paro, de la miseria y del abandono más extremo; inmigrante en la propia patria.

Emmanuel es el Dios con nosotros, que nos grita, desde la más absoluta indigencia, que es posible tocar el infinito, acercarnos a Dios. Emmanuel es el Dios nacido en un establo, por no encontrar posada entre los suyos (los hombres), a quienes venía a salvar.

San Juan dirá lo mismo en el inicio de su evangelio: «Vino a los suyos, y los suyos no lo acogieron. Pero a los que lo acogieron, a los que creen en él, los hizo capaces de ser hijos de Dios» (Jn 1, 11s).

En estos días previos a la venida de Emmanuel hemos de preguntarnos qué esperamos nosotros de él y cómo vamos a acogerlo entre nosotros.

Con María, Madre de la Esperanza, estemos expectantes a su venida. Hoy, como hace dos mil años, Dios baja de nuevo a la tierra, se hace hombre en cada uno de nosotros y renueva nuestra esperanza. Tan solo nos pide un gesto de fe en que apoyarse para llenarnos otra vez de vida, de vida divina.

«Santa María de la Esperanza, mantén el ritmo de nuestra espera. Tú que esperaste, cuando todos vacilaban, el triunfo de tu hijo sobre la muerte, nosotros esperamos que su venida anime nuestro mundo para siempre».

miércoles, 10 de diciembre de 2025

III ADVIENTO - A

 Mt 11, 2- 11


En aquel tiempo, Juan, que había oído en la cárcel hablar de las obras del Mesías, le mandó a preguntar por medio de sus discípulos:

- ¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?

Jesús les respondió:

- Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: Los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio. ¡Y dichoso el que no se sienta defraudado por mí!

Al irse ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre Juan:

- ¿Qué salisteis a contemplar en el desierto: una caña sacudida por el viento? ¿O qué fuisteis a ver: un hombre vestido con lujo? Los que visten con lujo habitan en los palacios. Entonces, ¿a qué salisteis?: ¿a ver a un profeta? Sí, os digo, y más que profeta; él es de quien está escrito: "Yo envío mi mensajero delante de ti, para que prepare el camino ante ti”. Os aseguro que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan, el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él.

 

COMENTARIO

Dejémonos interpelar por Jesús: ¿Qué salisteis a contemplar en el desierto? Y preguntémosle ¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro? En nuestra sociedad occidental cada día aumenta el número de los que ni siquiera salen a contemplar nada ni a nadie. El deseo de algo o alguien novedoso y la capacidad de asombro y admiración van perdiendo terreno en nuestro quehacer cotidiano; nos sentimos tan desengañados por lo visto hasta ahora que hemos perdido la ilusión por algo nuevo, que transforme nuestras vidas, que nos saque de la monotonía y mediocridad en la que nos hemos instalado y nos sentimos cómodos. Algo semejante les pasaba a los judíos en tiempos del profeta Isaías. Fue necesaria una gran imaginación, por parte de este profeta, y una convincente oratoria para sacarlos de su desilusión.

Hoy seguimos necesitando de profetas que aviven nuestra esperanza de que algo está para venir, y rejuvenecerá nuestras vidas.

Es más, si aguzamos la vista y abrimos el oído, ya está aquí lo novedoso, lo que cambiará nuestras vidas. Solo necesitamos a alguien que nos ayude a discernir con claridad lo que contemplamos. ¿Qué salisteis a ver? –nos pregunta Jesús–. En la figura de Juan el Bautista hemos de contemplar algo más que un simple profeta, un hombre estrafalario con tintes de visionario; porque si únicamente nos quedamos con su aspecto externo, no dejará de ser otra novedad más, que en pocos días pasará al baúl de los recuerdos.

En el siglo XXI los cristianos serán místicos o no serán –nos advirtió Karl Rahner al final del siglo XX. Es decir, que hemos de ser contemplativos, ahondar en el conocimiento profundo de las personas y de los acontecimientos; porque si no, nos pasará como a los israelitas en tiempos de Juan el Bautista. Muchos fueron los que se acercaron a contemplar aquella figura austera, de voz recia y de corazón encendido del celo de Yahvé. Sin embargo, fueron pocos los que siguieron su consejo de ir a ver a Jesús y preguntarle si era él quien había de venir, el deseado de las naciones; y es que la mayoría de los israelitas esperaban otro mesías, con otra respuesta.

Hoy nos sigue pasando lo mismo que en los tiempos de Jesús: esperamos otro mesías, otra iglesia, otros representantes de Dios y no los que tenemos. Queremos un mesías, un Jesús, una iglesia, un papa, unos obispos, unos sacerdotes hechos a nuestra medida. Y, como en tiempos de Jesús, sigue habiendo ciegos, sordos, cojos y pobres, exactamente igual que entonces. Y es que no acabamos o no queremos entender que hemos de ser nosotros los ojos de los ciegos, los oídos de los sordos, los pies de los cojos y los enriquecedores de los pobres, los que conformamos esa iglesia que soñamos.

Hoy ya no siempre se nace en el seno de una familia cristiana, ni siquiera religiosa; tampoco nos arropa una sociedad de mayoría cristiana y practicante. De aquí que las palabras del gran teólogo Karl Rahner sean tan actuales. Tenemos que abrirnos a una experiencia personal de Dios: experimentar en nosotros mismos que hay un Dios que es Padre y nos ama incondicionalmente hasta hacerse hombre y dar su vida por nosotros. Esto lo viviremos en Navidad, pero me temo que no podemos esperar ayuda de la sociedad, tal vez poca o ninguna de la propia familia e insuficiente de la propia comunidad cristiana.

Abrámonos, pues, al Dios hecho hombre en Belén que viene a cada uno de nosotros a curar nuestra sordera, nuestra ceguera y nuestra pobreza de vida.