Lc 14, 25-33
En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; Él se volvió y les dijo:
-Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su
mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo,
no puede ser discípulo mío.
Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío.
Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta
primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla?
No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse
de él los que miran, diciendo:
«Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar».
¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a
deliberar si con diezmil hombres podrá salir al paso del que le ataca con
veinte mil?
Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir
condiciones de paz.
Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser
discípulo mío.
COMENTARIO:
El evangelista san Lucas nos presenta hoy a Jesús de camino hacia
Jerusalén, lugar en el que será entregado, juzgado y ejecutado como un
malhechor, dando así testimonio con su vida de su doctrina. San Lucas nos dice
que «le acompañaba mucha gente». En este texto que hoy meditamos Jesús deja muy
claro que a él no le preocupa el número de sus seguidores, sino la calidad de
los mismos. De toda esa muchedumbre que le sigue van a ir dándose de baja un
buen número de ellos ante las exigencias que supone seguir a Jesús para
completar su proyecto del Reino. Ser discípulo de Jesús no es simplemente
caminar junto a él, admirarse de su doctrina, aplaudir sus obras y maravillarse
de sus milagros; hay que renunciar a los bienes materiales, e incluso a lo más
querido en la vida, la familia y olvidarse de sí mismo, cargando con la propia
cruz tras el Señor.
Para Jesús no vale como respuesta a su llamada la expresión ‘depende’,
poniendo condiciones. El seguimiento de Jesús, aceptar su proyecto del Reino
exige un sí decidido. La llamada nos la hace a todos, pero no nos pide que le
respondamos de inmediato; antes debemos sopesar bien todo, calcular nuestras
fuerzas, medir nuestras disposiciones, ver hasta dónde llega nuestra
generosidad. Si hacemos mal los cálculos, corremos el riesgo del constructor de
la torre: hacer el ridículo; para ello es necesario antes meditar, reflexionar
en serio en lo que supone el seguimiento de Jesús: renunciar a los bienes
materiales, a la familia y a sí mismo.
Para nuestra reflexión, el Señor nos ofrece unas pistas: hay que estar
dispuesto a dejar todo, incluso lo más querido como puede ser la propia
familia. Se trata de lanzarse al vacío, fiarse totalmente de él.
Los santos se decidieron a seguir con su cruz tras las huellas del Señor,
se fiaron totalmente, sabían que contaban con la ayuda del Señor, con su
compañía y ánimo. Al final estará la recompensa, que no faltará. Y no solo los
santos, sino también tantos y tantos creyentes, misioneros y trabajadores
voluntarios en el proyecto de construcción del Reino, que se han lanzado al
vacío y siguen, a pesar de las dificultades, empeñados en llegar a la meta. Han
optado por entregarse a los más pobres y desfavorecidos, esos que a la mayor
parte de la sociedad les resultan molestos, porque les interroga su vida
tranquila y acomodada, conseguida ciertamente con trabajo y muchas renuncias.
La invitación ahí está ante nosotros. El Señor invita a cada uno de la
multitud que le sigue camino de Jerusalén. Ahora se trata de considerar qué
estamos dispuestos a dar, de qué nos vamos a desprender, si somos capaces de
dejarlo todo, si nos vamos a fiar del Señor. Solo entonces podemos dar el paso
adelante: decir sí al Señor y que estamos dispuestos a dejar todos nuestros
bienes por él, esos bienes que nos proporcionan una vida tranquila. ¡La
recompensa final lo merece!
Así pues, ser cristianos es de intrépidos, no de pusilánimes ni de
indecisos. Jesús era muy consciente de ello y sabía que eran pocos los que lo
seguirían. Pese a ello, ahí está la propuesta del Reino, que también nos la
hace a nosotros hoy.
Señor, al celebrar ahora en la eucaristía tu entrega generosa por la
salvación de todos los hombres, danos un corazón nuevo, más generoso y
entregado a los más necesitados. Que vean en nuestra entrega desinteresada el
amor que Dios Padre les tiene.