Lc 23, 35-43
En aquel tiempo, las autoridades hacían muecas a Jesús, diciendo:
-A otros ha
salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido.
-Se burlaban
de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo:
-Si eres tú
el rey de los judíos, sálvate a ti mismo.
-Había
encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: "Éste es el rey de
los judíos".
Uno de los
malhechores crucificados lo insultaba, diciendo:
-¿No eres tú
el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros.
Pero el otro
lo increpaba:
¿Ni siquiera
temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque
recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha faltado en nada.
Y decía:
-Jesús,
acuérdate de mí cuando llegues a tu reino.
Jesús le
respondió:
-Te lo
aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso.
COMENTARIO:
Si eres tú el rey... Esta es la condicional que
viene, con alguna frecuencia, a nuestras mentes, cuando no acabamos de
entender, o no comprendemos en absoluto lo del reinado de Dios. Si Dios es rey,
¿por qué el sufrimiento de tanta gente inocente?, ¿por qué no acaba de llegar
de una vez su reinado?, ¿a qué espera?, ¿quién le impide mostrarse con claridad
ante los descreídos?
¿Hasta cuándo seguirás olvidándome?
¿Hasta cuándo me esconderás tu rostro? (sal 13), rezaba el salmista, que no comprendía el
silencio de Dios ni su forma de expresarse; porque la verdad es que Dios no ha
dejado de hablar con toda claridad y de comunicarse con nosotros desde la
creación del mundo y del hombre.
Posiblemente
aquí está la raíz de la enfermedad que padece nuestro mundo, satisfecho de todo
y también cansado de todo. ¡Cuánto cuesta comprender el silencio de Dios, o,
mejor dicho, aceptar su mensaje! ¡Qué difícil es aceptar su lenguaje y su forma
de hacer las cosas! ¡Cuán impacientes somos!
El Señor es
Rey, pero nada tiene que ver su forma de reinar con la imagen de gobernar de nuestros
dirigentes. Ya nos lo advirtió Jesús cuando estuvo entre nosotros; sus
apóstoles lo dejaron escrito en el evangelio para los que nos decidiéramos a
seguirle: Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuera de este mundo... (Jn
18, 36).
Y es que el
modo de reinar del Hijo de Dios es servir, ponerse al lado del oprimido,
defender al condenado por todos, situarse junto al enfermo, acompañar al
anciano, echar una mano al pobre, estar junto al moribundo... Su reinar no es
imponerse por la fuerza, dar un golpe de efecto convincente, rebatir al sofista
de nuestros tiempos, humillar al insolente, desposeer a los ricos, aplastar a los
poderosos: esto sería caer en nuestro juego, adoptar nuestras normas de
actuación.
Jesús, en el
último momento de su vida, se pone del lado del malhechor arrepentido y le declara:
Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el
paraíso (Lc 23, 43). Aquí, crucificados junto al Señor, es desde donde
debemos reinar hoy los creyentes, aunque nos resulte incomprensible y difícil
de aceptar esta forma de reinar, como seguramente tampoco la comprendía el
malhechor crucificado.
Estar
crucificados es estar con las manos atadas voluntariamente, no cayendo en la
trampa que nos tiende constantemente el mundo, como ha hecho siempre con los
profetas de todos los tiempos: Este no es
de los nuestros, no se comporta como los demás, solo verlo da grima. ¡Acabemos
con él, que se borre para siempre su apellido de la tierra de los vivos!, leemos
en el Libro de la Sabiduría.
Señor, en este día, vengo a pedirte
paz, sabiduría y fuerza. Hoy quiero mirar al mundo con ojos llenos de amor. Ser
paciente, comprensivo y humilde. Ver a tus hijos detrás de las apariencias,
como los ves tú mismo, para así poder apreciar la bondad de cada uno. Que solo los
pensamientos que bendigan permanezcan en mí.

