En aquel tiempo, Jesús se marchó y se retiró al país de Tiro y Sidón. Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle:
- Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo.
Él no le respondió nada. Entonces los discípulos se le acercaron a decirle:
- Atiéndela, que viene detrás gritando.
Él les contestó:
- Sólo me han enviadlo a las ovejas descarriadas de Israel.
Ella los alcanzó y se postró ante él, y le pidió de rodillas:
- Señor, socórreme.
Él le contestó:
- No está bien echar a los perros el pan de los hijos.
Pero ella repuso:
-Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos.
Jesús le respondió:
- Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas.
En aquel momento quedó curada su hija.
COMENTARIO:
Con relativa frecuencia los evangelistas contrastan la gran fe de los extraños al pueblo escogido y la escasa o nula fe del propio pueblo de Dios, quien a pesar de ver pasar ante sus ojos día tras día los prodigios de Yahvé sigue mostrándose reacio a fiarse de su Dios.
Hoy también nosotros podemos preguntarnos cómo es nuestra fe: ¿Es la fe de la cananea o la fe del incrédulo Tomás, que hasta que no ve con sus ojos las heridas del costado del Señor no cree?
Hoy, como siempre, el Señor espera de nosotros un resquicio de fe para obrar sus prodigios. Él no se hace esperar, actúa de inmediato; al menos así lo vemos en el relato evangélico de hoy y en otros parecidos a este. ¿No será que nos falta esa pizca de fe? ¿No será que no nos fiamos de Dios Padre?
Si no es problema de fe, ¿por qué no aceptamos la actuación de Dios en nosotros? ¿Pensamos que tal vez Dios no nos ha entendido o no ha captado bien nuestro problema? ¿Es tal vez que Dios no sabe lo que nos conviene, lo que nos hará mejor en nuestra vida? La respuesta negativa a estas preguntas, manifiesta probablemente nuestra falta de fe.
“En aquella enfermedad, en aquel accidente no esperado, en aquella desgracia familiar… al Señor acudí y no atendió a mis ruegos”. Cuántas veces escuchamos expresiones similares a esta y no encontramos el camino de convencer a esa persona de que Dios no se olvida de sus hijos y que sí le ha escuchado y atendido a sus ruegos. Y es que no es fácil encontrar ya la fe de la cananea, de la hemorroísa, del centurión romano…
El texto evangélico nos asegura que el Señor nos atiende siempre, aún en los casos menos esperados. La dificultad está en poseer ese mínimo de luz de la fe que nos permita ver su actuación prodigiosa en nosotros. Esto es lo que podemos pedir en estos momentos al Señor: un poco de fe.
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