Mt 5, 13- 16
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué
la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente.
Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo
alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del
celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa.
Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y
den gloria a vuestro Padre que está en el cielo.
COMENTARIO:
Muchas veces nos preguntamos cuál será el mejor método, el lenguaje más comprensible para anunciar el evangelio. Nos planteamos, en las parroquias, en las reuniones de sacerdotes y catequistas, qué tenemos que hacer para que el mensaje del evangelio sea atrayente, interrogue, llegue al corazón, llame la atención a los que no creen y a los cristianos poco preocupados de vivir o madurar la fe recibida en el bautismo. ¿Por qué los jóvenes apenas acuden a las iglesias y por qué tienen a la Iglesia entre las instituciones menos valoradas? ¿Por qué la vida religiosa no atrae a las nuevas generaciones? ¿Por qué tanto se critica a los cristianos cumplidores, a los catequistas comprometidos, a los propios religiosos, a los sacerdotes, obispos y al mismo papa? ¿Qué estamos haciendo mal? ¿Qué más tenemos que hacer? ¿Qué no hacemos, si es que se trata de hacer?
El pasaje evangélico de san Mateo escuchado hoy nos aporta luz para
encontrar una correcta respuesta a estas y otras preguntas. San Mateo era un
excelente catequista para las comunidades cristianas de su tiempo y se sirve de
imágenes sencillas y comprensibles para los cristianos de aquellos tiempos, en
su mayoría poco cultos. Les dice que los creyentes somos como la sal y la luz:
la sal es para hacer más apetecibles y sabrosos los alimentos, y la luz sirve
para alumbrar en la oscuridad. Entonces yo creo que por aquí es por dónde hay
que orientar nuestra tarea de evangelización y catequesis; aunque no solo
bastan las palabras, se necesitan también las obras que dan testimonio de
nuestra fe y nos hagan convincentes en medio de un mundo descreído; y con
frecuencia, ni esto es suficiente para acercar a la fe. La fe ya es don de
Dios.
San Mateo dice a la iglesia de su tiempo que falta sal y luz en la vida
cristiana. Entonces, como ahora, no se trata de llenar nuestras iglesias de
velas, ni proyectar potentes focos sobre el altar para que se vea bien al
sacerdote oficiante. No es lo más importante cuidar y solemnizar nuestras
celebraciones litúrgicas, ni hacerlas amenas para los jóvenes, ni alargarlas
hasta hacerlas pesadas; aunque estemos convencidos de que este es el camino a
emprender. San Mateo y los primeros cristianos vivían bastante ajenos a estos montajes
que ahora preparamos con tanto esmero para atraer al mundo juvenil.
San Mateo les recuerda el texto del profeta Isaías de la primera de las
lecturas de este domingo: «Que vean vuestras buenas obras» (Mt.5,
16). «Cuando partas tu pan con el hambriento y sacies el
estómago del indigente, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se
volverá mediodía» (Is.58, 10). ¡Y cuántas veces no recitarían
el salmo 111 en las asambleas dominicales: «¡En las tinieblas
brilla como una luz / el que es justo, clemente y compasivo!».
Ya tenemos la respuesta clara y diáfana como la misma luz. No hay que
estudiar mucho ni acudir a hombres de ciencia, ni rebuscar en gruesos libros
antiguos. La tenemos escrita en el corazón y en la mente. Se trata de despertar
la conciencia y ablandar el corazón, para saber que seremos luz y sal para
cuantos nos contemplen si nos compadecemos de los hambrientos y desnudos, si
nos damos sin reservas. ¿Acaso no lo estamos haciendo ya los cristianos? Sin
duda, pero son aún pocos; o sea, no somos todos; y con frecuencia presumimos
más de ser lo que en verdad no somos.
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