lunes, 6 de diciembre de 2010

LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA

SAN LUCAS 1, 26- 38
En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre, llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María. El ángel, entrando en su presencia, dijo:
- Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.
Ella se turbó ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquel. El ángel le dijo:
- No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande; se llamará Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre; y su reino no tendrá fin.
Y María dijo al ángel:
- ¿Cómo será eso, pues no conozco a varón?
El ángel le contestó:
- El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. Ahí tienes a tu pariente Isabel, que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo; y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible.
María contestó:
- Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.
Y la dejó el ángel.


COMENTARIO:

          En el año 2004 se celebró el 150 aniversario de la Proclamación del Dogma de que María fue concebida sin pecado original, sin mancha. El dogma fue proclamado por el papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854, en su bula Ineffabilis Deus: (...) «Declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída por todos los fieles (...)». (Pío IX, bula Ineffabilis Deus, 8 de diciembre de 1854).
Esta afirmación tan atrevida del papa Pió IX en el siglo XIX hoy resultaría intolerable e inimaginable para el hombre del siglo XXI: no la entendería; saldrían a la palestra las más encendidas críticas y aseveraciones contra el papa y la Iglesia.


           Sin embargo, el pueblo cristiano se pronunció por esta verdad antes de que la Iglesia, a través del papa y los obispos, se pronunciaran. Esta verdad no está expresamente revelada en las Escrituras, pero sí se contiene implícitamente en el relato de la promesa de redención por medio del descendiente de la Mujer y en las palabras que el ángel dirige a María: «…llena de gracia…».


            Y aquí es donde intuyo yo que radica el defecto y problema más importante que tiene el creyente hoy. Un gran número de buenos cristianos aparecemos, ante el mundo que nos contempla, acobardados, poco firmes en nuestra fe, aturdidos y acomplejados ante las voces discordantes de los no creyentes; confundidos por los intelectuales de la todopoderosa e infalible Ilustración: Todo lo que la ciencia no alcanza, todo lo que nuestros concienzudos razonamientos no consiguen, todo lo que no es evidente, ni se percibe nítidamente por nuestra precaria inteligencia o experiencia no se puede sostener ni afirmar con rotundidad, ni aseverar con pleno convencimiento. Y es que nuestra fe no se mueve en las mismas coordenadas del hombre no creyente o agnóstico, pero no por eso es menos importante, ni menos válida para llegar a la verdad que los otros medios (razonamiento, experimentación, intuición…).


           Por lo tanto, hoy es un día señalado para meditar con calma el texto evangélico de Lucas y el del libro del Génesis. Si ambos autores sagrados se hubieran acobardado ante lo que pudieran decir de ellos sus lectores, nunca hubieran escrito los hermosos textos que hoy podemos leer y meditar los creyentes.


           Ahora nos surge la pregunta: ¿Cómo es posible que el autor del Génesis y san Lucas estuvieran tan seguros de la verdad que afirmaban? ¿Por qué el pueblo cristiano del siglo XIX estaba tan convencido de la afirmación dogmática que plasmaría años más tarde el papa Pío IX? La respuesta es obvia y nos puede ayudar a los creyentes de hoy: Los autores sagrados de ambos textos y el pueblo creyente del siglo XIX eran hombres de fe profunda; no despreciaban el razonamiento ni la ciencia humana; pero eran muy conscientes de que donde no llega la limitada mente humana, sí alcanza, y sobradamente, la fe.


          Defendamos hoy nuestra fe como un don gratuito que Dios nos da para llegar a él. María, La Inmaculada, que recibió el don de la fe de modo singular, nos ayudará en nuestra tarea.

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