CARTA
DEL APÓSTOL SAN PABLO A LOS ROMANOS 5, 1-2.
5-8
Hermanos:
Ya que
hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios, por medio
de nuestro Señor Jesucristo. Por él hemos obtenido con la fe el acceso a esta
gracia en que estamos: y nos gloriamos, apoyados en la esperanza de alcanzar la
gloria de Dios. Y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido
derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado.
En
efecto, cuando nosotros todavía estábamos sin fuerza, en el tiempo señalado,
Cristo murió por los impíos -en verdad, apenas habrá quien muera por un justo;
por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir-; mas la prueba de que
Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por
nosotros.
COMENTARIO:
«El amor de Dios ha sido derramado
en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado».
Esta máxima que san Pablo inserta en
este pasaje de la carta a los romanos sintetiza el contenido del evangelio de
la Samaritana que escuchamos hoy. Aquella mujer, en principio desconfiada de la
presencia de aquel extraño judío, paulatinamente cobra confianza, se olvida del
agua y del cántaro y entiende que de aquel personaje brota un agua de amor que
sacia plenamente: La presencia de Jesús reconforta siempre, estimula, anima a
emprender una nueva vida, es sacramento del amor inmenso de Dios a los hombres,
de tal modo que cuanto más pecador se siente el hombre tanto más experimenta el
amor de Dios.
Algo así debe de querer manifestar
san Pablo a los romanos.
Las preguntas que me vienen a la
mente en estos momentos son obvias: ¿Experimentan esa calidez de acogida
quienes se acercan a los pastores de nuestras iglesias? Cuando nuestros obispos
y sacerdotes explican la palabra de Dios, ¿sienten que el calor de la cercanía
de Dios llega a sus oyentes, o más bien estos experimentan temor, miedo a las
represalias de un Dios desconocido, que aún permanece envuelto en una nube
negra en la cumbre del Sinaí? ¡De qué Dios damos testimonio los creyentes?
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