HECHOS
DE LOS APÓSTOLES 2, 1-11
Al
llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De
repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa
donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se
repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y
empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el
Espíritu le sugería.
Se
encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la
tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque
cada uno los oía hablar en su propio idioma. Enormemente sorprendidos,
preguntaban:
-
¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno
los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medos y
elamitas; otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en
Asia, en Frigia o en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con
Cirene; algunos somos forasteros de Roma, otros judíos o prosélitos; también
hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios
en nuestra propia lengua.
COMENTARIO:
Cada uno los oímos hablar de las maravillas
de Dios en nuestra propia lengua.
¡Qué
hermoso sería que todos los que acudimos cada domingo a escuchar la palabra de
Dios y la predicación del sacerdote pudiéramos afirmar lo que nos dice Lucas que
decían todas aquellas gentes de tan variados pueblos; es más, insinúa Lucas
que de todos los pueblos conocidos hasta
entonces comprendían lo que allí se decía, era como si les hablaran en su
propia lengua.
Con
relativa frecuencia nos sucede que acudimos al templo y no siempre entendemos
lo que allí se lee o se comunica. Unos porque nos falta el interés por escuchar
la palabra de Dios, otros porque acudimos a la iglesia por cumplir con el
precepto dominical, otros porque nuestras preocupaciones no encuentran eco en
lo que allí se dice; otras veces es el lector a quien no se le oye porque no se
ha preparado la lectura, lee con escasa claridad o sin sentir el mensaje; en no
pocas ocasiones el predicador no conecta con los sentimientos de los oyentes, o
lo que comunica tiene poco que ver con las lecturas que acaban de leer, o se
expresa en un lenguaje no acorde con el nivel cultural o religioso del pueblo;
no pocas veces las palabras carecen de sentimientos, desalientan más que
animan, suenan a reproche más que a perdón o compasión.
Con
relativa frecuencia nuestras reuniones dominicales carecen de la vitalidad de
aquel grupo que tan bien nos describe el autor de los Hechos: el Espíritu se
hace presente en medio y todos sienten su influencia, porque todos comprenden
lo que allí se dice. ¿Será que en nuestras reuniones eucarísticas ya no se hace
presente el Espíritu como entonces? Nadie se atreverá a decir que no; entonces,
¿por qué no lo sentimos?, ¿por qué estos encuentros no transforman nuestras
vidas? Tal vez falte motivación, ir con buen ánimo, sentir estos encuentros
necesarios para nuestra vida; es decir, necesitamos un grano de mostaza de fe.
Acudamos a la asamblea eucarística de este domingo de Pentecostés con el
deseo de ser transformados por la fuerza del Espíritu Santo que hoy, como
entonces, también desciende sobre la comunidad de creyentes. Si así lo hacemos,
seguro que sentiremos el frescor de los dones que se derraman sobre cada uno de
nosotros.
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