jueves, 12 de mayo de 2016

DOMINGO DE PENTECOSTÉS - C

HECHOS DE LOS APÓSTOLES 2, 1-11
Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería.
Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma. Enormemente sorprendidos, preguntaban:
- ¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medos y elamitas; otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia o en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene; algunos somos forasteros de Roma, otros judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua.

COMENTARIO:

Cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua.
¡Qué hermoso sería que todos los que acudimos cada domingo a escuchar la palabra de Dios y la predicación del sacerdote pudiéramos afirmar lo que nos dice Lucas que decían todas aquellas gentes de tan variados pueblos; es más, insinúa Lucas que  de todos los pueblos conocidos hasta entonces comprendían lo que allí se decía, era como si les hablaran en su propia lengua.
Con relativa frecuencia nos sucede que acudimos al templo y no siempre entendemos lo que allí se lee o se comunica. Unos porque nos falta el interés por escuchar la palabra de Dios, otros porque acudimos a la iglesia por cumplir con el precepto dominical, otros porque nuestras preocupaciones no encuentran eco en lo que allí se dice; otras veces es el lector a quien no se le oye porque no se ha preparado la lectura, lee con escasa claridad o sin sentir el mensaje; en no pocas ocasiones el predicador no conecta con los sentimientos de los oyentes, o lo que comunica tiene poco que ver con las lecturas que acaban de leer, o se expresa en un lenguaje no acorde con el nivel cultural o religioso del pueblo; no pocas veces las palabras carecen de sentimientos, desalientan más que animan, suenan a reproche más que a perdón o compasión.
Con relativa frecuencia nuestras reuniones dominicales carecen de la vitalidad de aquel grupo que tan bien nos describe el autor de los Hechos: el Espíritu se hace presente en medio y todos sienten su influencia, porque todos comprenden lo que allí se dice. ¿Será que en nuestras reuniones eucarísticas ya no se hace presente el Espíritu como entonces? Nadie se atreverá a decir que no; entonces, ¿por qué no lo sentimos?, ¿por qué estos encuentros no transforman nuestras vidas? Tal vez falte motivación, ir con buen ánimo, sentir estos encuentros necesarios para nuestra vida; es decir, necesitamos un grano de mostaza de fe.
Acudamos a la asamblea eucarística de este domingo de Pentecostés con el deseo de ser transformados por la fuerza del Espíritu Santo que hoy, como entonces, también desciende sobre la comunidad de creyentes. Si así lo hacemos, seguro que sentiremos el frescor de los dones que se derraman sobre cada uno de nosotros.
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