miércoles, 1 de diciembre de 2021

II DOMINGO DE ADVIENTO - C

Lc 3, 1-6

En el año quince del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, y Herodes virrey de Galilea, y su hermano Felipe virrey de Iturea y Traconítide, y Lisanio virrey de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, vino la Palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto.

Recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del Profeta Isaías: «Una voz grita en el desierto: preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; elévense los valles, desciendan los montes y colinas; que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale.

Y todos verán la salvación de Dios».

COMENTARIO:

Hoy resultan alentadoras las palabras del profeta Baruc: «Dios se acuerda de ti». Y es que los cristianos tenemos un Dios que se arrepiente de sus amenazas, que se enternece, que se conmueve, que no mantiene su palabra de condena eternamente, que olvida, que echa una mano para ayudar al hombre a salir de la miseria en que ha caído. Y esto lo hace hasta setenta veces siete. Ello no nos debe llevar a la conclusión que podemos abusar de la ternura y del fácil perdón de nuestro Dios, pero sí que nos tiene que llenar de inmenso gozo el tener a Dios de nuestra parte siempre.

En esta perspectiva podemos contemplar a Juan el Bautista, acercarnos a él, escuchar su palabra. Con las palabras de ánimo del profeta Baruc es posible entender el lenguaje duro a los oídos, exigente y siempre claro de Juan.

Sus palabras resultan alentadoras para el pueblo sencillo, que, inmerso en un mundo de aparente paz universal, ansía oír el final de sus miserias, de su dolor, de su humillación y de su desesperación.

Juan Bautista recibe el mandato de Yahvé en el desierto, el lugar más adecuado para escuchar al Señor. Si bien Dios habla en todo momento y en todas partes, se le escucha con mayor claridad en el silencio, donde nada distrae la atención. Allí, a orillas del río Jordán, Juan es enviado a anunciar la inminente acción salvadora de Dios. Y el pueblo se moviliza en dirección al Jordán a escuchar la voz de un nuevo profeta: se alegran particularmente los pobres, los enfermos, los pecadores, los oprimidos; en cambio, los que llevan una vida de lujo se inquietan porque aquel hombre les recrimina su conducta y les insta a la conversión, pues se han olvidado del prójimo.

Hoy las palabras de Juan deberían de producir el mismo efecto en nosotros: ser aliento de esperanza para los olvidados de nuestro mundo opulento; estos, los desheredados, deberían ser, al mismo tiempo, un revulsivo que remueva las conciencias de los que vivimos instalados en la comodidad de una vida tranquila, placentera y de aparente paz.

En medio del ruido y las luces navideñas de un mundo que no deja espacio al silencio y a la serenidad del desierto para escuchar la voz de Dios, los pobres nos descubren otro modo de vivir, basado en la hermandad entre todos los hijos de Dios, más coherente con el evangelio que decimos seguir.

Necesitamos de nuevo que el Señor se compadezca de nosotros y venga en nuestro rescate.

El Señor vendrá ciertamente; sin embargo, nosotros debemos adentrarnos en el silencio del desierto –la oración, el recogimiento y la soledad– para poder oír otra vez su voz, que nos invita a la conversión: dejar la comodidad egoísta e interesarnos por los que necesitan ayuda, comprensión, compañía o perdón.

Hoy, como en tiempos de Juan el Bautista, suenan con fuerza la voz de los profetas, que denuncian nuestra indiferencia, egoísmo y comodidad; al tiempo que nos animan a la esperanza de una nueva humanidad.

¡Estemos atentos estos días a la voz de quien viene a salvarnos!

Recemos con frecuencia: ¡μαρανα θα, maranâ thâ! ¡Ven, Señor, Jesús!

No hay comentarios:

Publicar un comentario