miércoles, 9 de noviembre de 2022

XXXIII DOMINGO ORDINARIO - C

 Lc 21, 5-19


En aquel tiempo, algunos ponderaban la belleza del templo, por la calidad de la piedra y los exvotos. Jesús les dijo:

-Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido.

Ellos le preguntaron:

-Maestro, ¿Cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?

Él contestó:

-Cuidado con que nadie os engañe. Porque muchos vendrán usurpando mi nombre, diciendo: "Yo soy", o bien: "el momento está cerca"; no vayáis tras ellos. Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico. Porque eso tiene que ocurrir primero, pero el final no vendrá en seguida.

Luego les dijo:

-Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países epidemias y hambre. Habrá también espantos y grandes signos en el cielo. Pero antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a los tribunales y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa de mi nombre: así tendréis ocasión de dar testimonio. Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro. Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa de mi nombre. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.



COMENTARIO:


« Maestro, ¿Cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal? ».

Los discípulos están más interesados por el “cuándo” y el “cómo” que por el mensaje de Jesús: « Todo será destruido ». El grandioso templo de Jerusalén, en el que el pueblo judío se sentía protegido y escuchado por Yahvé va a ser totalmente destruido, y para siempre. El lugar del culto a Dios ya no va a ser el Templo; así dice Jesús a la Samaritana junto al pozo de Siquem: « Créeme, mujer, llega la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre (…). Los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren » (Jn 4, 23).

¿Qué veía el Señor en aquel templo, tan deslumbrante a los ojos del buen judío, quien se sentía protegido y escuchado por Yahvé? No es fácil interpretar sus palabras atinadamente. Intentarlo nos puede ayudar a entender nuestra propia vida, y tal vez enderezar nuestro rumbo.

Jesús miraba en el interior de los corazones, no la apariencia externa. Su gesto de compasión y perdón estaba al alcance de los más pecadores: no quería perder a nadie de los que el Padre le había encomendado.

Jesús ve más allá de las piedras del Templo: se adentra en la religiosidad de su pueblo y concluye que esa forma de honrar a Dios Padre ya no es válida, que su pueblo, particularmente sus dirigentes, están cerrados a la novedad y frescura que trae el anuncio del Reino. Es por ello por lo que de toda aquella religiosidad hipócrita no quedará piedra sobre piedra: de la multitud de prescripciones absurdas, no quedará nada, porque el mandamiento del amor se bastará por sí mismo para honrar a Dios Padre; de toda la parafernalia de ceremonias litúrgicas y cumplidos religiosos externos, no quedará nada; para nada servirán alargar las filacterias de los mantos, ni las reverencias en las calles, ni el título de maestro ni de señor. A partir de ahora, a Dios Padre habrá que adorarlo en espíritu y verdad. Las piedras del nuevo templo –la Iglesia– habrán de estar talladas con amor y misericordia.

Aquí está el camino de conversión. Benedicto XVI decía, en Santiago de Compostela, que el hombre es un peregrino, siempre en camino hacia su interior, en busca de la verdad. El cristiano es un peregrino en la búsqueda de lo que Dios Padre quiere de él. Es tarea de todos los cristianos pulir y limpiar las piedras del nuevo templo, la Iglesia.

La Iglesia y los creyentes que la formamos corremos el peligro de creer que ya todo está hecho, que no se necesita mejorar el esplendor de este templo del Espíritu. Sin embargo, la evidencia se impone: son excesivas las cosas que no convencen a los no creyentes y que a muchos cristianos nos preocupan.

Al final de este año litúrgico será bueno plantearnos el camino de renovación que debemos emprender al comienzo del adviento. Tal vez hayamos de derribar el templo que hemos edificado con esmero, pero no de acuerdo a las expectativas del Reino. ¡Que el Señor no vuelva a llorar, al contemplar el templo que le hemos construido los cristianos de hoy!

Así pues, no importan ni el “cuándo” ni el “cómo”. Y el texto evangélico de hoy termina así: «Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras vidas».

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