Jn 1, 5. 9-14
En el principio existía aquel que es la Palabra, y aquel que es la Palabra estaba con Dios y era Dios.
Él estaba en el principio con Dios. Todo fue hecho por él y sin él nada se hizo.
Cuanto ha sido hecho en él es vida, y la vida es la luz de los hombres; la luz luce en las tinieblas y las tinieblas no la sofocaron.
Existía la luz verdadera, que con su venida a este mundo ilumina a todo hombre. Estaba en el mundo; el mundo fue hecho por él, y el mundo no lo conoció.
Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron. A todos los que lo reciben, a los que creen en su nombre, les da el ser hijos de Dios; él, que no nació ni de sangre ni de carne, ni por deseo de hombre sino de Dios.
Y aquel que es la Palabra se hizo carne, y habitó entre nosotros, y nosotros vimos su gloria, gloria cual de unigénito venido del Padre, lleno de gracia y de verdad.
COMENTARIO
El pasado día 13 de diciembre aparecía esta noticia en el diario ABC: El padre Ignacio María Doñoro ha contado cómo decidió arriesgarse para salvar la vida del pequeño Manuel.
Ocurrió hace ya 30 años en Panchimalco, El Salvador. Al sacerdote le llegó la historia de Manuel, un niño de 14 años con una parálisis parcial en su cuerpo que iba a ser vendido por 21 euros a un traficante de órganos para que sus padres pudieran seguir alimentando al resto de sus hijos. Ese era el precio que habían fijado por el menor, lo que llevó al padre Ignacio a actuar sin pensárselo dos veces. Ofreció entonces 25 euros y fue él quien se quedó con el chico: «La única opción que vi era comprar al niño. Yo pagué un dólar más y salí corriendo». Desde entonces, el padre Ignacio María ha dedicado su vida a salvar a niños de todo el mundo. «Manuel me miró y aquella mirada para mi no era la mirada de un niño, ni siquiera una mirada de agradecimiento, yo sentí la mirada de Dios que me estaba dando las gracias», ha explicado el sacerdote, quien a lo largo de toda su vida ha demostrado estar dispuesto a correr cualquier riesgo para poder abrir caminos a quienes se les han cerrado todas las puertas.
¿Por qué contar esta triste historia el día de Navidad? Precisamente porque en Navidad los cristianos recordamos y celebramos con alegría desbordante que Dios se encarna, se hace carne, entra a formar parte de nuestra humanidad, como uno más de nosotros.
Sin embargo, en estos días de celebración festiva en familia, los regalos que nos hacemos, las comidas que acompañan nuestros encuentros, los adornos, la iluminación callejera que invita a la clebración: todo ello nos deslumbra, no nos deja ver con claridad que el motivo de todo es que Dios quiere compartir nuestra historia humana.
Pero para que Dios nazca en Belén, para que baje a la tierra necesita que le preparemos caminos, le abramos puertas por donde entrar a nuestro hogar. Exactamente como el padre Ignacio hace con este niño de nuestra historia no inventada, real como la vida misma.
Celebrar la Navidad es abrir puertas de esperanza. A esto nos ha invitado el tiempo de adviento con palabras del profeta Isaías: «En el desierto, preparad un camino al Señor, allanad los senderos...» (Is 40, 3). Por ello, Navidad es siempre si así lo queramos. Los adornos, las luces, las figuritas del Belén, el encuentro familiar, la fiesta nos refrescan la memoria de la Navidad, pero eso no es la Navidad. Navidad es abrir puertas de esperanza para el pobre, el hambriento, el parado, el emigrante, el enfermo, el sin hogar. El Señor viene en cada uno de ellos, se encarna así en la humanidad; no ha encontrado otra forma mejor de hacerse presente entre nosotros.
Celebremos la Navidad cada día de nuestra vida, como la celebra el padre Ignacio de nuestra historia. La Navidad es abrir puertas de esperanza, para que todos puedan ver la salvación de nuestro Dios. En la mirada de los necesitados sentiremos la mirada agradecida de Dios. ¡Feliz Navidad para todos!
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