Jn 1, 29- 34
En aquel tiempo; al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó:
-Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es aquel de quien yo dije: "Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo". Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel.
Y Juan dio testimonio diciendo:
-He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: "Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ese es el que ha de bautizar con Espíritu Santo". Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios.
COMENTARIO:
Los primeros cristianos sabían que el bautizarse solo con agua no era suficiente, que había que bautizarse con Espíritu Santo. Los evangelistas resaltan unánimemente la diferencia entre el bautismo de Juan el Bautista (bautismo con agua) y el bautismo de Jesús (bautismo con Espíritu Santo). El que realmente transforma al hombre es el bautismo de Jesús, el bautismo con Espíritu Santo.
Con frecuencia, los cristianos de hoy olvidamos que hemos sido bautizados con Espíritu Santo. Si somos conscientes de este hecho, podremos aportar los frutos del Espíritu al mundo que nos contempla. Por el bautismo con el Espíritu estamos llamados, según el profeta Isaías, a ser luz de las naciones: «Te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra». Si hemos sido transformados por el Espíritu, debemos dar los frutos propios del Espíritu: «El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí; contra tales cosas no hay ley» (Gal 5, 22-23). El no ser conscientes del don recibido en el día del bautismo trae como consecuencia que los frutos no hayan madurado en la vida de tantos cristianos. Es por ello por lo que vemos tantos buenos cristianos tristes; en ocasiones, violentos, nerviosos, inquietos, ásperos en el trato, tacaños en generosidad, infieles al evangelio, desconfiados, escasos de fe y mirando el futuro sin esperanza. Y el caso es que todos fuimos bautizados en el mismo Espíritu y, desde aquel día, Dios Padre nos miró con la misma ternura a todos. ¿Por qué son tan diversos los frutos en unos y otros si todos estamos preparados para dar los mismos frutos?
Es necesario que hagamos un alto en el camino y retrocedamos, o bien emprendamos una nueva ruta, porque la gracia de Dios, derramada en nuestro bautismo, no se ha borrado en nosotros; Dios Padre sigue llamándonos a ser luz de las naciones: su gracia (amor) ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu que se nos ha dado (Rm 5, 5) y tenemos la responsabilidad de hacer visibles los frutos del Espíritu recibidos.
Al lado de Jesús, recorriendo con él su vida pública, anunciando la llegada del Reino, encontraremos de nuevo la ruta perdida y daremos los frutos que Dios Padre espera de nosotros. De este modo podremos afirmar con Juan Bautista: «Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios». De esto se trata: dar testimonio de nuestra fe una vez que hemos recibido el bautismo y con él, el Espíritu Santo.
El dar testimonio tiene una importancia decisiva en todo el evangelio de Juan y refleja la vivencia de aquella comunidad en la que se escribe este cuarto evangelio. Con ello se nos transmite a las futuras comunidades cristianas la importancia que tiene el «dar testimonio de lo que hemos visto» (Jn 19, 35; 1Jn 1, 2).
A lo largo de los diversos domingos, una vez más, escucharemos las palabras de Jesús y recordaremos sus signos prodigiosos, que manifiestan que Jesús es el Hijo de Dios y que su mensaje de salvación viene de Dios. Seamos, pues un año más testigos del Señor resucitado en medio del mundo.
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