Mt 5,38-48
Sabéis que está mandado:
‘Ojo por ojo, diente por diente’. Pues yo os digo: No hagáis frente al que os
agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la
otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la
capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te
pida, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas.
Habéis oído que se dijo:
‘Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo’. Yo, en cambio, os digo: Amad
a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que
os persiguen y calumnian. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el
cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia a justos e
injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo
mismo también los publicanos? Y si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué
hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles?
Por tanto, sed perfectos
como vuestro Padre celestial es perfecto.
COMENTARIO
«El templo de Dios es
santo; ese templo sois vosotros». Con estas palabras san Pablo recuerda a los
corintios que son santos porque son templos de Dios; porque los hijos de un
Padre santo son santos. San Pablo cree bueno recordarles que en el bautismo
fueron hechos hijos de Dios y por lo tanto son santos. Debemos conservar la
santidad hasta el final de la vida terrena: es, por tanto, también una tarea.
El libro del Levítico recuerda a los israelitas: «Seréis santos, porque yo, el
Señor vuestro Dios, soy santo».
En el evangelio, Jesús
indica el camino de la santidad a aquella multitud de gente sencilla que le
escuchaba entusiasmada. Al oír las correcciones que Jesús hace a la ley de
Moisés, les imaginamos desconcertados; algunos, tal vez escandalizados; la
mayoría, sin saber qué camino tomar: tener por loco a Jesús y largarse de allí,
o bien mantenerse expectantes a ver qué final tenía aquel extraño discurso;
porque aquel maestro no enseñaba como los letrados de Israel y su enseñanza
resultaba atrayente, tanto para los admiradores como para los detractores.
Y así prosigue Jesús
enmendando (perfeccionando) la ley: Responde con amor a la violencia, con una
sonrisa al que te ofende e insulta; sé generoso con el que te pide e interésate
por la situación económica del que te roba. En una palabra, se trata de una
novedosa lectura e interpretación de la ley, jamás soñada por nadie y que solo los
santos saben hacer. Por lo tanto, -dice Jesús- hay que proceder de forma que
nos diferenciemos del resto de los hombres, que desconocen la santidad de Dios
Padre.
Este es tal vez el
problema que tenemos que plantearnos los creyentes hoy: ¿En qué nos diferenciamos
del resto de los hombres honestos? También hay muchas buenas personas no
creyentes, que son coherentes con los dictámenes de su conciencia. Los
seguidores de Jesús somos los locos suicidas por causa de la fe, porque nos
jugamos, en cada actuar, la vida en esta tierra. Ahí está el testimonio de
tantos santos.
Ahora bien, para llegar
a este nivel de santidad hemos de releer, reinterpretar la ley en la clave en
la que el propio Jesús interpreta la ley de Moisés. ¿Cómo llega Jesús a esta
interpretación de la Ley? Muy sencillo, en el encuentro personal e íntimo con
el Padre. Ahí es donde nosotros podemos aprender también a ser santos: en el
encuentro íntimo, personal con Dios Padre en el silencio de la oración
contemplativa, según la cual nosotros callamos y escuchamos, dejando hablar a
Dios. Es decir, los cristianos de hoy debemos ser místicos y, si no, no seremos
diferentes a los demás. El mundo de hoy, que se adentra en las tinieblas cada
vez más, nos lo está pidiendo.
Hoy Jesús nos invita a
ser buenos como Dios Padre es bueno, que hace salir el sol sobre buenos y
malos, y manda la lluvia a justos y pecadores. Observemos el mundo natural que
se nos ofrece como ejemplo. La rosa no diferencia entre buenos y malos cuando
nos proporciona su belleza; el árbol tampoco niega su sombra a quien se sienta
a su lado, sea honrado o ladrón; las plantas aromáticas desprenden su aroma
cuando las tocamos o cortamos, sin distinción de personas.
Así pues, ¡seamos
perfectos como nuestro Padre Dios es perfecto!
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