Mateo 17,1-9
Pedro, entonces, tomó la
palabra y dijo a Jesús:
- Señor, ¡qué hermoso es
estar aquí! Si quieres, haré tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra
para Elías.
Todavía estaba hablando
cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube
decía:
- Este es mi Hijo, el
amado, mi predilecto. Escuchadlo.
Al oírlo, los discípulos
cayeron de bruces, llenos de espanto.
Jesús se acercó y
tocándolos les dijo:
- Levantaos, no temáis.
Al alzar los ojos no
vieron a nadie más que a Jesús solo.
Cuando bajaban de la
montaña, Jesús les mandó:
- No contéis a nadie la
visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.
COMENTARIO
¡Dios no nos deja en
paz! Se diría que se resiste a quedar encerrado en un templo, en nuestra
ciudad, en nuestra casa, en nuestro círculo de amigos, en nuestro grupo de
creyentes comprometidos o en nuestra comunidad religiosa.
Un buen día le dijo a
Abraham que se pusiera en camino: «Sal de tu tierra y de la casa de tu padre,
hacia la tierra que te mostraré». Otro día le dijo a su pueblo predilecto que
se pusiera en camino hacia la tierra que había prometido dar a sus padres. Hoy
escuchamos el relato evangélico en el que Jesús dijo a Pedro, Santiago y Juan
que era hora de bajar de la montaña. Cuando sus discípulos le preguntan dónde
vive, les dice que el Hijo del Hombre no tenía un sitio donde reclinar su
cabeza, o sea, carecía de hogar estable y confortable, que no se hicieran
falsas ilusiones. En una palabra, que Dios no nos deja tranquilos. Se niega a
que le moldeemos una imagen y la pongamos en un lugar de la casa para que nos
proteja en los momentos difíciles cuando le invoquemos: «No te harás ídolo, ni
semejanza alguna de lo que está arriba en el cielo, ni abajo en la tierra» (Ex.
20, 4), porque sabe muy bien que haremos la imagen de un dios que nos convenga,
que no nos moleste y esté a nuestro servicio.
Sin embargo, nosotros
tenemos la tendencia de construirnos un hogar estable y con todo lo necesario
para vivir con cierta comodidad y sin que nadie nos moleste. Buscamos, con
esfuerzo y mucho trabajo, cierto bienestar y seguridad, porque luego queremos
disfrutar de una bien ganada jubilación: ¡Tenemos derecho a ella! –así decimos.
Pues bien, el Señor nos
invita a salir de esa vida tranquila. El Señor hoy nos dice que mientras
peregrinamos por la tierra es tiempo de no parar, de moverse, de construir el
Reino; que nunca se acaba el programa que nos ha trazado Dios Padre a sus
hijos: sigue habiendo pobres sin apenas recursos, inmigrantes que nadie quiere
acoger, enfermos necesitados de compañía, ancianos que viven solos, pueblos a
los que aún no se les ha anunciado el Evangelio, la buena noticia de Jesús; hay
aún demasiada miseria en el mundo, demasiada desigualdad entre los hijos de
Dios, demasiada hambre, demasiada ignorancia. San Pablo invita a Timoteo a
evangelizar sin descanso según las fuerzas que Dios nos ha dado: «Toma parte en
los duros trabajos del Evangelio, según la fuerza de Dios».
¿No sentimos la sensación
de que aún somos muchos los cristianos que vivimos tranquilos, acomodados,
disfrutando ya de un merecido descanso? ¿No tenemos la sensación de que ya
hemos cumplido y que solo nos queda esperar el descanso del cielo que Jesús nos
adelanta en la visión de la montaña?
Hoy el Señor nos quiere
despertar de esa especie de sueño en el que estamos sumidos. La escena de la
montaña es imagen de esa jubilación tan ansiada y buscada. Sin embargo, Jesús
nos despierta y dice que hay que bajar de la cumbre, donde se está tan bien.
Abajo nos espera una gran tarea: el Reino aún no está totalmente construido,
queda mucho por hacer.
No obstante, no temamos;
el Señor nos invita a confiar. ¡Adentrémonos en el campo del Reino y pongámonos
a sembrar! Es tiempo de siembra.
Nosotros esperamos en el
Señor: «Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de
ti».
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