Jn 3, 16-18
Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.Hoy la Iglesia
nos invita a celebrar a Dios, en quien «vivimos, nos movemos y existimos», como
decía el apóstol san Pablo a los atenienses en el Areópago de Atenas. Es el
Dios a quien invocamos cuando rezamos, especialmente presente en la Eucaristía
y en cada eucaristía; en las personas que nos encontramos a diario, de forma
particular en los más necesitados, y en los acontecimientos de la vida. Es el
Dios que nos llama a vivir en una unión más consciente con él. Es el Dios totalmente
desconocido para tantas personas aún. Estamos llamados a ser testigos de su
presencia, aunque no podamos presentar ninguna prueba irrefutable. Cuando hablamos
de él, las palabras resultan insuficientes para expresar su misterio. No
obstante, hay que hablar de Dios, proclamar su bondad y su grandeza en todas
partes.
Es
el Dios que el libro del Éxodo nos describe: «Señor, Señor, Dios compasivo y
misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad» (Ex 34).
Es
el Dios al que el profeta Daniel invoca: Bendito eres en la bóveda del cielo,
en los abismos, en el templo, en tu trono. Es decir, Dios lo llena todo, lo
abarca todo, lo gobierna todo. Es el Dios de nuestros padres, y, por tanto,
también nuestro (Dn 3, 52-56).
No
es un dios de venganza, ni de guerra; es Dios de amor y de paz (Cor 13, 11-13).
«Tened un mismo sentir y vivid en paz. Y el Dios del amor y de la paz estará
con vosotros». Es decir, en la medida en que vivamos en paz y nos amemos los unos
a los otros, veremos con mayor claridad a Dios, percibiremos con mayor nitidez la
imagen de Dios y la proyectaremos así ante el mundo.
En este día la
Iglesia celebra también la Jornada Pro Orantibus, que trata de
focalizar la atención en una vocación eclesial tan particular e importante como
la vida contemplativa. Ahí están los monasterios por toda la geografía mundial
como banderas que nos recuerdan permanentemente que hay otra forma de vivir,
vivir solo para Dios, para contemplar su misterio, para adorarlo en el
silencio, recordándonos a todos que Dios es lo primero y más importante, que él
debe estar en el centro de nuestra vida, y que si Dios está en el centro de
nuestro corazón todo lo demás estará en su justo lugar.
Los
monasterios de clausura se vacían –nos dicen–, aun así, la vida de clausura sigue
generando esperanza. «No es difícil encontrar motivos para la tristeza y la
desazón» en la realidad cotidiana. «Amanecemos cada día con noticias
de violencia, injusticia, egoísmo, exclusión, pobreza y sinsentido»: Una
"percepción amarga" que ha contagiado a las nuevas generaciones,
donde «se detectan altas dosis de desmoralización y
abatimiento, e incluso un preocupante aumento de suicidios».
Frente a estas realidades, la vida contemplativa alienta nuestra esperanza. Hombres y mujeres que «al renunciar al
espíritu mundano y entregar radicalmente la vida 'a querer tocar lo grande […],
la verdad, la bondad y la belleza, la justicia y el amor', se convierten
en parábola de la esperanza última para la Iglesia y
para toda la humanidad».
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