Juan 6,51-58
En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos:
- Yo soy el pan vivo que ha bajado
del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es
mi carne, para la vida del mundo.
Disputaban entonces los judíos entre
sí:
- ¿Cómo puede éste darnos a comer su
carne?
Entonces Jesús les dijo:
- Os aseguro que si no coméis la
carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El
que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el
último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida.
El que come mi carne y bebe mi
sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por
el Padre; del mismo modo, el que come vivirá por mí.
Este es el pan que ha bajado del
cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come
este pan vivirá para siempre.
COMENTARIO
¿Acaso no nos suenan estas palabras
de san Juan tan raras como a aquellos buenos judíos que escuchaban a Jesús? No
les cabía en la cabeza semejante enseñanza y hoy podemos decir que una inmensa
multitud de cristianos las encuentran desconcertantes, sin sentido,
incomprensibles, en el mejor de los casos, poco convincentes porque no aprecian
los efectos que produce el alimentarse del cuerpo y sangre del Señor. Tal vez
esté aquí la creciente disminución de presencia de cristianos en la eucaristía
dominical, y mucho más numeroso es el grupo que no se alimenta con el pan de la
eucaristía.
¿Qué les sucede a nuestras
eucaristías? ¿Por qué no atraen al pueblo cristiano como en los primeros
tiempos del cristianismo? Nos cuenta el autor del libro de los “Hechos de los
apóstoles” que en aquellos primeros tiempos sí se reunía el pueblo creyente y,
al parecer, salía transformado: rostros alegres, dispuesto a compartir, más
hermanados y generosos con todos.
Sin embargo, llegó un buen día en
que la Iglesia se vio obligada a imponer el precepto dominical de acudir a
misa, de confesar y comulgar al menos una vez al año por Pascua. Resulta
evidente que los buenos de los cristianos de aquellos segundos tiempos de la
Iglesia ya no entendían las palabras que hoy nos transmite san Juan: no sentían
la fuerza interior que aportaba el comulgar el cuerpo y sangre del Señor.
Y en estas estamos hoy todavía, solo
que cada vez aumenta el número de los que no entienden casi nada del mensaje
eucarístico de san Juan, que no palpan los efectos de la participación en la
eucaristía dominical. ‘¡A qué voy a ir a misa si ya no oigo nada!’ –decía un
anciano. Tal vez por aquí tengamos que iniciar una reflexión seria de lo que
hemos estado haciendo de nuestras eucaristías: lo importante era el sermón de
un gran orador, los cantos de una buena coral, el cuidado de los ritos de la
celebración litúrgica.
Necesitamos un cambio profundo y
cuanto antes.
¿Por dónde debe encaminarse esta
transformación? ¿Cómo hacer para que las palabras de san Juan sean atractivas,
porque se comprenden y se creen? Hay necesidad de que quienes encuentran vida
en la eucaristía nos aporten su testimonio. Los cambios de los ritos son muy
secundarios.
De todos modos, hoy es un día de
manifestación pública de nuestra fe acompañando el recorrido del Señor
Sacramentado por nuestras calles. Pues bien, como en los primeros tiempos del
cristianismo, seamos los creyentes quienes llevemos al Señor proyectado en
nuestros rostros y en nuestras acciones, para que todos vean que este año el
Señor pasea también por nuestras calles y visita los hogares de todos
compartiendo alegrías, ayudando a todos, siendo más generosos con los que nos
necesitan. Hoy el Señor Resucitado debe transparentarse en nosotros los
creyentes. Que nunca falten el alimento necesario y una vida humanamente digna
a quienes estén cerca de nosotros.
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