Mateo 10, 26-33
«No tengáis miedo a los hombres,
porque nada hay encubierto, que no llegue a descubrirse; ni nada hay escondido,
que no llegue a saberse.
Lo que os digo en la oscuridad,
decidlo a la luz, y lo que os digo al oído, pregonadlo desde la azotea.
No tengáis miedo a los que matan el
cuerpo, pero no pueden matar el alma. No; temed al que puede llevar a la
perdición alma y cuerpo en la “gehenna”. ¿No se venden un par de gorriones por
un céntimo? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga
vuestro Padre. Pues vosotros hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados.
Por eso, no tengáis miedo: valéis más vosotros que todos los gorriones juntos.
A quien se declare por mí ante los
hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos. Y
si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre que está
en los cielos».
COMENTARIO
Rezamos en el salmo 68 de hoy con
las palabras del salmista: «Respóndeme, Señor, con la bondad de tu gracia; por
tu compasión, vuélvete hacia mí».
Todos hemos vivido experiencias de
dolor, momentos de preocupación y, en muchos casos, de impotencia ante una
enfermedad incurable o ante la muerte de algún ser querido. Tal vez, nos hemos
podido sentir abandonados hasta por el mismo Dios. «No comprendo y me cuesta
creer en un Dios, que me aseguran es Padre bondadoso y compasivo y calla ante
el sufrimiento de tanta gente inocente». Afirmaciones parecidas a esta hemos
escuchado y sentido la tentación de hacerla propia.
Estas oraciones de angustia y
desolación las encontramos con frecuencia en los salmos. Y quienes se dirigen a
Dios quejándose amargamente de situaciones dolorosas con las palabras del
salmista de hoy no son menos creyentes que el resto. Estas plegarias están ahí
en el libro de los salmos y forman parte de la plegaria de la Iglesia. Las
podemos y debemos usar en nuestra oración. Al mismo papa Francisco le hemos
escuchado palabras parecidas ante situaciones de guerra en Ucrania y otros
países, o ante la tragedia del último barco de inmigrantes hundido en el
Mediterráneo. Él también expresa su confianza en Dios y nos anima a confiar
nuestro dolor en las manos de Dios y de María Santísima.
Dios Padre no se sorprende por
nuestro grito de dolor y de decepción por no sentirnos escuchados por él. El
evangelista Mateo (Mt 27, 47) pone en boca de Jesús, en el momento de agonizar
en la cruz, palabras del salmo 22, que expresan su más hondo sentimiento: «Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Al final, Jesús, al igual que el
profeta Jeremías en la primera lectura de hoy, termina su plegaria
confiando totalmente en Dios su Padre: «Alabad al Señor que libera la vida del
pobre» (Jeremías). «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Jesús) (Lc 23,
46).
Sin embargo, el mensaje de las
lecturas de hoy se centra principalmente en la necesidad imperiosa de que el
mundo conozca la verdad, aunque cueste ser mensajero de noticias que no agradan
al mundo, porque delatan sus injusticias, su abandono del hermano que pasa
necesidad o es víctima de la opresión. El profeta –todos nosotros lo somos–
tiene que tener la valentía de denunciar estas situaciones, que el
corazón de un Dios, Padre de todos, no puede permitir. Dios Padre quiere la
felicidad de todos y cada uno de sus hijos, y nos insta a vivir como hermanos,
preocupándonos los unos de los otros, con especial interés por los más
necesitados.
Las palabras finales del evangelio
de hoy son imperiosas y, al mismo tiempo, esperanzadoras. Después de invitar a
sus discípulos a la confianza total en Dios, termina con firmeza: «A quien se
declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre
que está en los cielos. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo
negaré ante mi Padre que está en los cielos». Y declararse por Jesús es apoyar
al pobre, defender al que sufre injusticias y denunciar al opresor.
Seamos profetas valientes de la
Buena Noticia de Jesús. Jesús nos recomendará ante Dios su Padre.
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