miércoles, 11 de octubre de 2023

XXVIII DOMINGO ORDINARIO - A

 Mt 22, 1-14

En aquel tiempo, de nuevo tomó Jesús la palabra y habló en parábolas a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo:

-El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo. Mandó criados para que avisaran a los convidados a la boda, pero no quisieron ir. Volvió a mandar criados, encargándoles que les dijeran: "Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas, y todo está a punto. Venid a la boda". Los convidados no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios; los demás les echaron mano a los criados y los maltrataron hasta matarlos. El rey montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad. Luego dijo a sus criados: "La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda". Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de comensales. Cuando el rey entró a saludar a los comensales, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo: "Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta?". El otro no abrió la boca. Entonces el rey dijo a los camareros: "Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes". Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos.


COMENTARIO:

Una vez más Jesús se siente rechazado por los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo, o sea, por los pastores del pueblo de Israel. La parábola va dirigida a ellos buscando que recapaciten de su actitud y se conviertan.

Por otra parte, la parábola va dirigida también al resto de los oyentes, entre los que nos encontramos hoy nosotros.

Es una buena nueva la que Jesús nos presenta hoy. Ya no es solo el pueblo de Israel el invitado al banquete de bodas, somos todos sin exclusión alguna: todos somos convocados, llamados. Así pues, debemos sentirnos contentos por ser invitados a formar parte de los comensales del Reino, sea cual sea nuestra situación; tampoco importan nuestras cualidades, nuestra inteligencia, nuestra capacidad o habilidad de trabajo. Hay sitio reservado para todos en el Reino.

La única condición que se nos pone es ir con traje de fiesta. ¿Y quién no va a una boda con traje de gala? A nadie se nos ocurriría, quedaríamos en evidencia ante el resto, pasaríamos gran vergüenza, haríamos el ridículo. Para hacerse este traje de fiesta no se requiere un sastre o modista expertos. El traje, hemos comprendido, es el de las buenas obras, el de la buena acogida de la enseñanza del Señor. Se trata de perfilar nuestro actuar y conformarlo con la Buena Nueva que el Señor nos trae. Se trata de aceptar y creer que el Señor es el Mesías, el Hijo de Dios, el Esperado de las naciones.

Resulta justa la condena del invitado que se presenta sin traje adecuado a la fiesta. No admite excusas.

Así pues, si hemos sido invitados al Reino de Dios, se entiende que hemos de vestirnos el traje que requiere una tal invitación. San Pablo nos enseña cómo confeccionar el traje de bodas: Revestíos de todo lo que es verdadero, noble, justo, puro amable, loable, todo lo que es virtud o mérito (Fil 4,8). Este es el traje que debemos llevar.

Santa Teresa de Jesús nos recuerda cómo vestirnos de fiesta para la boda a la que nos invita Dios Padre: «Quien a Dios tiene, nada le falta: sólo Dios basta». Y a Dios lo llevamos siempre en nosotros, porque se nos da gratuitamente desde el día en que somos engendrados en su corazón. Mantengamos siempre limpio el traje de hijos de Dios. 

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