Jn 3, 14- 21
En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo:
Lo mismo que
Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del
Hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al
mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen
en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su hijo al mundo para
condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
COMENTARIO
Este cuarto
domingo de cuaresma nos ofrece tres lecturas significativas que nos ayudan en
nuestro camino de conversión cuaresmal.
La historia
del pueblo de Israel se puede resumir como una historia de un pueblo infiel a
su dios, en contraste con la fidelidad total de Dios hacia él.
El cronista
de la primera de las lecturas resume esa historia magistralmente: El pueblo
vive apegado a las costumbres de los pueblos paganos que le llevan a la
destrucción; la reiterada ruptura del pacto con Dios colma la paciencia de
este y, a través de un prolongado y pedagógico exilio, consigue que el pueblo recapacite
y vuelva a desear el Templo y la Ciudad Santa de Jerusalén. Ciro, rey de Persia
será el artífice del que se sirva Dios para hacer retornar a su pueblo.
El dios de
Israel es un juez misericordioso: administra justicia, pero con misericordia.
«La misericordia se ríe del juicio» -reza el salmista. En este salmo
encontramos un anticipo de la revelación que el Hijo de Dios nos hará sobre el
amor de Dios: «De tal modo amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único» –recuerda
Jesús a Nicodemo en el texto evangélico de san Juan.
En la
segunda lectura, Pablo habla de un futuro que ya está aquí: «Nos resucitó… nos
hizo vivir con Cristo… nos sentó en el cielo… estáis salvados». Los efesios
seguro que se sintieron aliviados y contentos al escuchar esta carta. Algún
tipo de inquietud debía haber en aquella comunidad de cristianos en relación
con la seguridad de su salvación: ¿Estaremos haciendo bien las cosas? –se
preguntan. San Pablo sale al paso de los desconfiados de todos los tiempos y
deja claro el mensaje: Cristo murió y resucitó por nuestra salvación; de modo
que pertenecemos al equipo de los amados por Dios Padre y rescatados por su
hijo. Evidentemente, ahora no tiene sentido no jugar. Si un equipo ficha a un
jugador es para que se entrene y juegue. Esta es la tarea que ahora nos toca a
los cristianos: tenemos que jugar porque fuimos fichados por Dios Padre. ¿Cuál
es nuestra labor dentro de ese equipo? San Pablo lo expresa con claridad:
dedicarse a las buenas obras. Así como no entenderíamos que un albañil se
dedicase al periodismo y no a la construcción, que es lo propio; así tampoco
podemos comprender que un cristiano no se dedique a las buenas obras, siguiendo
a su modelo, Cristo.
«De tal modo
amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único». A san Juan le impresionó
extraordinariamente esta frase de Jesús, y la transmitió con tal fuerza de
convicción que quedó profundamente grabada como sentencia lapidaria en las
primeras comunidades cristianas. ¿Quién de nosotros entregaría a su hijo único
por algo o por alguien? ¿Es posible que seamos tan importantes para Dios que él
decida rescatarnos entregando a su hijo único?
Está claro
que Dios es amor sin límites, sin que en él quede el mínimo espacio para el
rencor. En nosotros descubrimos, con relativa frecuencia, huecos vacíos de
amor; y la falta de amor se llama rencor, no tiene otro nombre. De aquí debemos
deducir, con san Juan, que Dios no nos condena, nos condenamos nosotros mismos
que nos empeñamos en mantener nuestros rencores. Ante Dios Padre no podemos
presentarnos así porque Dios es todo amor y perdón.
La cuaresma
es tiempo para descubrir esos pequeños o grandes rencores y extinguirlos
practicando el perdón y la misericordia. Creo que es esto lo que Dios Padre
espera de nosotros en este tiempo cuaresmal.
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