miércoles, 6 de marzo de 2024

IV DOMINGO DE CUARESMA -B

 Jn 3, 14- 21

En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo:

Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.

COMENTARIO

Este cuarto domingo de cuaresma nos ofrece tres lecturas significativas que nos ayudan en nuestro camino de conversión cuaresmal.

La historia del pueblo de Israel se puede resumir como una historia de un pueblo infiel a su dios, en contraste con la fidelidad total de Dios hacia él.

El cronista de la primera de las lecturas resume esa historia magistralmente: El pueblo vive apegado a las costumbres de los pueblos paganos que le llevan a la destrucción; la reiterada ruptura del pacto con Dios colma la paciencia de este y, a través de un prolongado y pedagógico exilio, consigue que el pueblo recapacite y vuelva a desear el Templo y la Ciudad Santa de Jerusalén. Ciro, rey de Persia será el artífice del que se sirva Dios para hacer retornar a su pueblo.

El dios de Israel es un juez misericordioso: administra justicia, pero con misericordia. «La misericordia se ríe del juicio» -reza el salmista. En este salmo encontramos un anticipo de la revelación que el Hijo de Dios nos hará sobre el amor de Dios: «De tal modo amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único» –recuerda Jesús a Nicodemo en el texto evangélico de san Juan.

En la segunda lectura, Pablo habla de un futuro que ya está aquí: «Nos resucitó… nos hizo vivir con Cristo… nos sentó en el cielo… estáis salvados». Los efesios seguro que se sintieron aliviados y contentos al escuchar esta carta. Algún tipo de inquietud debía haber en aquella comunidad de cristianos en relación con la seguridad de su salvación: ¿Estaremos haciendo bien las cosas? –se preguntan. San Pablo sale al paso de los desconfiados de todos los tiempos y deja claro el mensaje: Cristo murió y resucitó por nuestra salvación; de modo que pertenecemos al equipo de los amados por Dios Padre y rescatados por su hijo. Evidentemente, ahora no tiene sentido no jugar. Si un equipo ficha a un jugador es para que se entrene y juegue. Esta es la tarea que ahora nos toca a los cristianos: tenemos que jugar porque fuimos fichados por Dios Padre. ¿Cuál es nuestra labor dentro de ese equipo? San Pablo lo expresa con claridad: dedicarse a las buenas obras. Así como no entenderíamos que un albañil se dedicase al periodismo y no a la construcción, que es lo propio; así tampoco podemos comprender que un cristiano no se dedique a las buenas obras, siguiendo a su modelo, Cristo.

«De tal modo amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único». A san Juan le impresionó extraordinariamente esta frase de Jesús, y la transmitió con tal fuerza de convicción que quedó profundamente grabada como sentencia lapidaria en las primeras comunidades cristianas. ¿Quién de nosotros entregaría a su hijo único por algo o por alguien? ¿Es posible que seamos tan importantes para Dios que él decida rescatarnos entregando a su hijo único?

Está claro que Dios es amor sin límites, sin que en él quede el mínimo espacio para el rencor. En nosotros descubrimos, con relativa frecuencia, huecos vacíos de amor; y la falta de amor se llama rencor, no tiene otro nombre. De aquí debemos deducir, con san Juan, que Dios no nos condena, nos condenamos nosotros mismos que nos empeñamos en mantener nuestros rencores. Ante Dios Padre no podemos presentarnos así porque Dios es todo amor y perdón.

La cuaresma es tiempo para descubrir esos pequeños o grandes rencores y extinguirlos practicando el perdón y la misericordia. Creo que es esto lo que Dios Padre espera de nosotros en este tiempo cuaresmal.

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