Jn. 20,1-9
Echó
a correr y fue a donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien quería
Jesús, y le dijo:
-Se
han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto.
Salieron
Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el
otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro;
y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró.
Llegó
también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro; vio las vendas en el
suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con
las vendas, sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces
entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio
y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de
resucitar de entre los muertos.
COMENTARIO
Es Pascua:
la pascua de Jesús, el hijo de Dios, nuestra pascua, la pascua de todos los
pueblos, la pascua que celebran todas las religiones.
Estamos en
tiempos de pascua: también de todos los seres vivos, también de las flores y de
las plantas. La pascua nos habla de vida.
El hombre, a
lo largo de su ya milenaria historia en la tierra viene celebrando la pascua de
la creación, la fiesta de su propia pascua, que ha vivido siempre con
esperanza. La creación ha enseñado al hombre a vivir y celebrar la esperanza en
su propia pascua de resurrección. Cuando contempla los brotes de los árboles,
de los cereales que él sembró, recibe una hermosa lección de la Pascua de
Resurrección: La vida nunca muere, simplemente desaparece de nuestra vista,
pero vuelve a surgir hermosa cada primavera.
Con todo,
hay una pascua que los creyentes celebramos con especial alegría: es la Pascua,
la de Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre. Dios quiso compartir nuestra
historia para ayudarnos a comprender que la vida que brota de sus entrañas de
amor sin límites no muere, no desaparece, dura eternamente. Cada uno de
nosotros participa de esa vida. En la pascua de Jesús hemos comprendido que
también nosotros resucitaremos, que Dios Padre nos quiere a su lado para
siempre, desde el día que nos engendró en sus entrañas de amor.
Desde la
resurrección de Jesús hemos comprendido que la vida nace del amor de Dios y no
se pierde en el abismo de las tinieblas, permanece para siempre.
La creación
es rica en imágenes: nos ayuda a entender el misterio de la vida de Dios, de
nuestra propia vida. Cada primavera nos asombra con la nueva vida que brota de
la tierra, incluso de aquellos campos que el fuego ha devastado. La desolación,
la destrucción, el aparente fracaso de nuestro actuar no es el final de la
historia de la creación y del hombre. La vida está en Dios, nosotros mismos
estamos en Dios: «En Dios vivimos, nos movemos y existimos» (He 17, 28). El
salmista nos invita a reconocer la presencia amorosa de Dios en nosotros, que
no nos dejará nunca de su mano, y nos invita a rezar con él: «Se me alegra el
corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa esperanzada. Porque no me
abandonarás en la región de los muertos, ni dejarás a tu fiel conocer la
corrupción» (Sal 15).
El labrador
siembra en el otoño de la vida y espera con paciencia la llegada de la primavera,
seguro y esperanzado en el retorno de la vida. Si la siembra ha sido hecha con
esmero en buena tierra, sabe con certeza que la cosecha será espléndida. Esto
nos enseña que hemos de sembrar y cuidar nuestra sementera con buenas acciones,
para que en la primavera de nuestra resurrección la cosecha sea abundante.
Que las
hermosas imágenes que nos proporciona la vida nos ayuden a vivir este tiempo de
Pascua con esperanza renovada y alegría, porque sabemos que Dios Padre no nos
dejará abandonados nunca, pese a nuestras limitaciones, pecados y fracasos.
Dios Padre nos recuperará en el último día. A Dios Padre no se le pierde
ninguno de sus hijos.
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