Mc 10,2-16
- ¿Le es
lícito a un hombre divorciarse de su mujer?
Él les
replicó:
- ¿Qué os ha
mandado Moisés?
Contestaron:
- Moisés
permitió divorciarse dándole a la mujer un acta de repudio.
Jesús les dijo:
- Por
vuestra terquedad dejó escrito Moisés este precepto. Al principio de la
creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre
y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que
ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el
hombre.
En casa, los
discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo. Él les dijo:
- Si uno se
divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y
si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio.
Le acercaban
niños para que los tocara, pero los discípulos les regañaban. Al verlo, Jesús
se enfadó y les dijo:
- Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el Reino de Dios. Os aseguro que el que no acepte el Reino de Dios como un niño, no estará en él. Y los abrazaba y los bendecía imponiéndoles las manos.
COMENTARIO
Os ofrezco dos imágenes que nos pueden ayudar
a comprender el mensaje que se esconde en el texto evangélico de hoy. Son dos
imágenes que nos ofrece Anthony de Mello en su libro “Una llamada al amor” y
que contienen dos ideas muy relacionadas entre sí: la inocencia y el amor.
«Dejad que los niños se acerquen a mí: no se
lo impidáis; de los que son como ellos es el Reino de Dios. Os aseguro que el
que no acepte el Reino de Dios como un niño no estará en él».
Cuando uno mira a los ojos de un niño, lo
primero que le llama la atención es su inocencia: su llamativa incapacidad para
mentir, para refugiarse tras una máscara o aparentar ser lo que no es. En este
sentido, el niño es exactamente igual que el resto de la naturaleza: un perro
es un perro; una rosa, una rosa; una estrella, una estrella.
Todas las cosas son lo que son. Solamente el
ser humano adulto es capaz de ser una cosa y fingir otra diferente. Cuando una
persona mayor castiga a un niño por decir la verdad, por manifestar lo que
piensa y siente, el niño aprende a disimular y comienza a perder la inocencia.
Y no tardará en engrosar las filas de las innumerables personas que reconocen
no saber quiénes son, porque habiendo ocultado la verdad sobre sí mismas a los
demás durante tanto tiempo, terminan ocultándosela a sí mismas. ¿Cuánto de la
inocencia de la infancia conservamos todavía? ¿Hay algún adulto que se presente
ante los demás tan indefensamente sincero e inocente como un niño? «Os aseguro
que no entraréis en el Reino de los cielos si no cambiáis y os hacéis como
niños» (Mt 18, 3).
La segunda imagen, la del amor, nos la brinda
la primera parte del evangelio de hoy, cuando los fariseos plantean el problema
del divorcio a Jesús: El matrimonio debe ser fruto del amor, que es don de
Dios, y por eso dice el texto evangélico: «Lo que Dios ha unido, que no lo
separe el hombre». El amor une, no separa. Desde esta perspectiva resulta extraña
la pregunta que le hacen los fariseos a Jesús: «¿Le es lícito a un hombre
divorciarse de su mujer?».
¿Qué es el amor? ¿Acaso puede decir una rosa
voy a ofrecer mi fragancia a las personas buenas y negársela a las malas?
Observemos cuán indiscriminadamente un árbol ofrece su sombra a todos, incluso
al que le está talando de raíz. Esta es pues la primera cualidad del amor: su
carácter indiscriminado.
Aceptemos la invitación de Jesús a ser como Dios Padre, que hace salir el sol sobre buenos y malos, y llover sobre justos e injustos: «Sed, pues, buenos como vuestro Padre celestial es bueno». Contemplemos con asombro la rosa y el árbol, porque en ellos tenemos la imagen de lo que sucede con el amor. «El amor no acaba nunca» (1 Cor. 13, 8).
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