miércoles, 2 de octubre de 2024

XXVII DOMINGO ORDINARIO - B

 Mc 10,2-16

En aquel tiempo, se acercaron unos fariseos y le preguntaron a Jesús para ponerlo a prueba:

- ¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?

Él les replicó:

- ¿Qué os ha mandado Moisés?

Contestaron:

- Moisés permitió divorciarse dándole a la mujer un acta de repudio.
Jesús les dijo:

- Por vuestra terquedad dejó escrito Moisés este precepto. Al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.

En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo. Él les dijo:

- Si uno se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio.

Le acercaban niños para que los tocara, pero los discípulos les regañaban. Al verlo, Jesús se enfadó y les dijo:

- Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el Reino de Dios. Os aseguro que el que no acepte el Reino de Dios como un niño, no estará en él. Y los abrazaba y los bendecía imponiéndoles las manos.


COMENTARIO

Os ofrezco dos imágenes que nos pueden ayudar a comprender el mensaje que se esconde en el texto evangélico de hoy. Son dos imágenes que nos ofrece Anthony de Mello en su libro “Una llamada al amor” y que contienen dos ideas muy relacionadas entre sí: la inocencia y el amor.

«Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el Reino de Dios. Os aseguro que el que no acepte el Reino de Dios como un niño no estará en él».

Cuando uno mira a los ojos de un niño, lo primero que le llama la atención es su inocencia: su llamativa incapacidad para mentir, para refugiarse tras una máscara o aparentar ser lo que no es. En este sentido, el niño es exactamente igual que el resto de la naturaleza: un perro es un perro; una rosa, una rosa; una estrella, una estrella.

Todas las cosas son lo que son. Solamente el ser humano adulto es capaz de ser una cosa y fingir otra diferente. Cuando una persona mayor castiga a un niño por decir la verdad, por manifestar lo que piensa y siente, el niño aprende a disimular y comienza a perder la inocencia. Y no tardará en engrosar las filas de las innumerables personas que reconocen no saber quiénes son, porque habiendo ocultado la verdad sobre sí mismas a los demás durante tanto tiempo, terminan ocultándosela a sí mismas. ¿Cuánto de la inocencia de la infancia conservamos todavía? ¿Hay algún adulto que se presente ante los demás tan indefensamente sincero e inocente como un niño? «Os aseguro que no entraréis en el Reino de los cielos si no cambiáis y os hacéis como niños» (Mt 18, 3).

La segunda imagen, la del amor, nos la brinda la primera parte del evangelio de hoy, cuando los fariseos plantean el problema del divorcio a Jesús: El matrimonio debe ser fruto del amor, que es don de Dios, y por eso dice el texto evangélico: «Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre». El amor une, no separa. Desde esta perspectiva resulta extraña la pregunta que le hacen los fariseos a Jesús: «¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?».

¿Qué es el amor? ¿Acaso puede decir una rosa voy a ofrecer mi fragancia a las personas buenas y negársela a las malas? Observemos cuán indiscriminadamente un árbol ofrece su sombra a todos, incluso al que le está talando de raíz. Esta es pues la primera cualidad del amor: su carácter indiscriminado.

Aceptemos la invitación de Jesús a ser como Dios Padre, que hace salir el sol sobre buenos y malos, y llover sobre justos e injustos: «Sed, pues, buenos como vuestro Padre celestial es bueno». Contemplemos con asombro la rosa y el árbol, porque en ellos tenemos la imagen de lo que sucede con el amor. «El amor no acaba nunca» (1 Cor. 13, 8).

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