Lc 13, 1-9
—¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los
demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y si no os convertís,
todos pereceréis lo mismo. Y Aquellos dieciocho que murieron aplastados por la
torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de
Jerusalén? Os digo que no. Y si no os convertís, todos pereceréis de la misma
manera.
Y les dijo esta parábola:
—Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a
buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: “Ya ves: tres
años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala.
¿Para qué va a ocupar terreno en balde?”. Pero el viñador contestó: “Señor,
déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da
fruto. Si no, la cortas”.
Desde la playa de la Lanzada (Pontevedra) se contempla
la isla de Ons, no muy alejada de la costa. La impresión que da es de una isla
pequeña, pero si la contemplas desde otros puntos de la costa gallega,
descubres que no es tan diminuta como cabría imaginar. Es necesaria una visión
aérea y posteriormente recorrer sus senderos y costa para tener una idea más
exacta de su extensión.
Algo parecido nos pasa a los creyentes con Dios. Hemos
fabricado una imagen de Dios a nuestra medida; hemos ajustado, a lo largo de
los años, nuestros anteojos para tener una visión de Dios que no nos inquiete y
nos dé seguridad; y ahí nos hemos quedado, porque nos encontramos muy a gusto
con ella.
Pienso que esta era también la acusación que Jesús
hacía con su reiterada muletilla: «…y
si no os convertís, todos pereceréis lo mismo»; es decir, si no cambiáis de
perspectiva, moriréis en vuestro error.
Los israelitas tenían terminantemente prohibido
fabricarse imágenes de Dios. Así leemos en el libro del Éxodo 20, 4: «No te
harás imagen, ni ninguna semejanza de cosa que esté arriba en el cielo, ni
abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra». ¿Y por qué se lo
prohíbe Yahvé, su dios? —nos
podemos preguntar—.
Sencillamente porque el fabricarnos una imagen de una persona o del mismo Dios,
limita la grandeza de esa persona, la propia grandeza e inmensidad de Dios. Así
una imagen de Dios misericordioso, por perfecta que sea, por bien que lo
represente, y adorar a un dios acorde con esta imagen es encerrar la
misericordia de Dios en unas coordenadas de tiempo y espacio. La misericordia
de Dios se sale de cualquier límite que pretendamos encerrarla.
Sin embargo, a los israelitas les pasaba como a
nosotros: una cosa es no esculpir una estatua de madera policromada, piedra o
escayola; pero sí construirla en nuestra imaginación y llevarla a cuestas con
nosotros por el mundo. Esto último sí lo hicieron los buenos de los judíos y lo
seguimos haciendo nosotros. ¡Se vive tan a gusto, tan seguro así!
La enseñanza de Jesús de hoy queda clara y nos la
repite varias veces: Si no cambiamos, si no nos convertimos, todos pereceremos
igual.
El creyente tiene que estar descubriendo cada día, en
cada situación una nueva imagen de su Dios. Para ello es necesario situarse en
distintos puntos, en distintas perspectivas: ahondar en las Escrituras, en la
oración, en la contemplación. Nuestro Dios es un manantial que nunca se agota,
nos insinúan nuestros santos místicos, como san Juan de la Cruz.
Jesús parece decir a sus oyentes que tienen que ver a
Yahvé en una perspectiva de misericordia infinita, de Padre que no se cansa de
esperar al hijo que ha marchado de casa, porque esta era la perspectiva de Dios
que ellos tenían más ofuscada.
Bien, pues aquí tenemos un camino de conversión para
esta cuaresma: aceptar al Dios de la misericordia sin límites ni exclusiones.
Dios espera de nosotros este fruto de conversión año tras año. Pidamos que no
corte aún nuestra higuera, que vamos a dar los frutos de misericordia
esperados.
Que en el pan y vino de la eucaristía, cuerpo y sangre
de Cristo, encontremos la fuerza para alcanzar un corazón más misericordioso
cada día.
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