Jn 10, 27-30
En aquel tiempo, dijo Jesús:
«Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les
doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi
mano.
Lo que mi Padre me ha dado es más que todas las cosas, y nadie puede
arrebatar nada de la mano de mi Padre.
Yo y el Padre somos uno».
COMENTARIO
¡Palabras de consuelo y esperanza, sin duda, las de Jesús en el evangelio
de hoy! Dios es su Padre y nadie es más fuerte que el Padre.
«¡Estoy con mi padre!» –respondía aquella niña de tres años, ante el
asombro de los que la escuchaban. La lava del volcán en erupción amenazaba
trágica e inminente a aquella pequeña aldea. El señor Anastasio –que así se
llamaba– contemplaba, preocupado pero sereno, la marcha lenta pero imparable de
aquel río de fuego. Su casa era la primera de la aldea, la más cercana a la
lava; sin embargo, la serenidad del padre frente al peligro hacía sentirse
segura a su hija porque su padre era, sin duda, más fuerte que el peligro.
¿Qué nos pasa a los creyentes de hoy que, ante los peligros, deserciones de
muchos, pecados y miserias de algunos, falta de vocaciones sacerdotales y
religiosas, ausencias en nuestros templos…nos deprimimos y desalentamos? ¿Acaso
Dios Padre ha perdido poder? ¿Tal vez se le han acabado los recursos de
convocar a sus hijos a la acción? Afirmamos creer en Dios, decimos fiarnos
ciegamente de él, pero en la práctica vivimos como si así no fuera.
Las palabras de Jesús hoy tienen que ser el soplo que avive el rescoldo de
nuestra esperanza cristina y renovar así nuestro compromiso por la salvación
del hombre. Si realmente confiamos más en el poder de Dios y menos en nuestras
posibilidades y recursos, comenzaremos a ver la luz al final del túnel. Todos
los días amanece tras una larga noche. El
nuevo papa León XIV nos animaba: “La paz esté con vosotros: Dios ama a todos”. “Que
la Iglesia sea un faro que ilumine las noches del mundo”.
El autor del Apocalipsis, el último libro del Nuevo Testamento, imagina en
su visión una multitud de toda raza, pueblo y nación, una muchedumbre
incontable. Él habla de aquellos primeros mártires del cristianismo. Anima a
los primeros cristianos a confiar plenamente en Dios Padre y en Jesucristo, el
Cordero, que aparece como el pastor que los conduce hacia «fuentes de aguas
vivas». Entre esta inmensa multitud estamos también nosotros, los que cada día
nos esforzamos por mantener nuestra fe viva y transmitirla a nuestros
sucesores.
«Yo soy el Buen Pastor –dice el Señor–, que conozco a mis ovejas, y las
mías me conocen». Quedémonos con este mensaje de esperanza. Dios es nuestro
Padre y su hijo el que cuida de nosotros como Buen Pastor. Esto nos basta para
seguir adelante en nuestra vivencia cristiana. «El Señor es bueno, su
misericordia es eterna, su fidelidad dura siempre» (sal 99).
En el libro de los Hechos de los apóstoles se nos recuerda que, de aquellas
reuniones dominicales para celebrar y participar en la eucaristía, los
cristianos quedaban llenos de alegría y de Espíritu Santo. Que nos suceda lo
mismo a nosotros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario