Lc 24, 46-53
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Así está escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al
tercer día y en su nombre se proclamará la conversión para el perdón de los
pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos
de esto. Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre;
vosotros, por vuestra parte, quedaos en la ciudad hasta que os revistáis de la
fuerza que viene de lo alto».
Y los sacó hasta cerca de Betania y, levantando sus manos, los bendijo. Y
mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado hacia el cielo. Ellos
se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban
siempre en el templo bendiciendo a Dios.
COMENTARIO:
«El Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu
de sabiduría y revelación para conocerlo e ilumine los ojos de vuestro corazón
para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama» (Ef 1, 17-23).
Este deseo de san Pablo hacia la comunidad cristiana de Éfeso se hace extensivo
también a nosotros. Dios Padre ilumine nuestras mentes y anime nuestro espíritu
para vivir en la alegría pascual durante toda nuestra vida.
El próximo domingo de Pentecostés, con la celebración de la venida del Espíritu
Santo, termina este tiempo de Pascua. Los textos evangélicos de estos cincuenta
días de Pascua nos han invitado a vivir con esperanza, alegría, unidos y llenos
de paz.
«Ellos –los discípulos– se volvieron a Jerusalén con gran alegría» –nos
recuerda san Lucas. Llama poderosamente la atención esta expresión
del evangelista. Nos describe así la situación y la actitud en que quedan los
discípulos. La tristeza no les invade; regresan eufóricos a Jerusalén. Para
alguien ajeno a las vivencias de aquel grupo incipiente de seguidores de Jesús,
les podría dar la sensación de que era eso precisamente lo que querían: que el
Señor se marchara. Lo lógico es que sintieran nostalgia, sufrieran una profunda
decepción como cuando fue condenado y murió en la cruz, como lo refleja el
final del relato de la Pasión. Entonces quedaron abatidos, se escondieron por
miedo a las autoridades judías, pensando que a ellos les ocurriría lo mismo por
ser discípulos. Todo aquel tiempo había sido una hermosa experiencia vivida al
lado de un gran profeta, pero «ya todo ha terminado» –le dicen a Jesús, a quien
no reconocen en aquel personaje extraño que camina a su lado, los dos
discípulos que iban de camino a la aldea de Emaús.
Sin embargo, a partir de la experiencia de la Pascua, todo cambia. Esto nos
tiene que hacer pensar que la actitud de alegría refleja una profunda fe en el
Señor Resucitado, que no se va, que se queda, y para siempre. Solo así podemos
comprender la reacción de los discípulos: retornan felices a Jerusalén y pasan
el tiempo bendiciendo a Dios, hasta que el Espíritu prometido les llena de
fuerza y les impulsa a anunciar la Buena Nueva.
Se me ocurre que el final de la eucaristía de cada domingo debería ser,
para los creyentes, como la celebración de la Ascensión para aquel grupo de
discípulos. Ciertamente que somos conscientes de celebrar la Pasión, Muerte y
Resurrección en cada eucaristía. ¿Por qué no va a ser el final de la eucaristía
como esa marcha alegre hacia la Jerusalén del mundo, que nos espera fuera de
los muros de nuestras iglesias? Tras la eucaristía, el Señor nos acompaña y su
Espíritu nos inunda de gozo e impulsa a anunciar la Buena Nueva a los que nos
esperan. San Mateo deja escrito en su evangelio el mandato del Señor: «Id y
haced discípulos a todos los pueblos; yo estoy con vosotros todos los días,
hasta el final de los tiempos» (Mt 28, 19a. 20b).
¡Seamos conscientes de esta realidad y seguro que la participación en la
eucaristía dominical nos transformará en creyentes más apostólicos!
Como aquellos primeros cristianos, vivamos esperanzados, alegres y en
oración aguardando la venida del Espíritu Santo, que es quien nos instruirá y
dará fuerzas para ser testigos del Señor resucitado.
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