miércoles, 28 de mayo de 2025

LA ASCENSIÓN - C

 Lc 24, 46-53


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

«Así está escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto. Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre; vosotros, por vuestra parte, quedaos en la ciudad hasta que os revistáis de la fuerza que viene de lo alto».

Y los sacó hasta cerca de Betania y, levantando sus manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado hacia el cielo. Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios.

 

COMENTARIO:

«El Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo e ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama» (Ef 1, 17-23). Este deseo de san Pablo hacia la comunidad cristiana de Éfeso se hace extensivo también a nosotros. Dios Padre ilumine nuestras mentes y anime nuestro espíritu para vivir en la alegría pascual durante toda nuestra vida.

El próximo domingo de Pentecostés, con la celebración de la venida del Espíritu Santo, termina este tiempo de Pascua. Los textos evangélicos de estos cincuenta días de Pascua nos han invitado a vivir con esperanza, alegría, unidos y llenos de paz.

«Ellos –los discípulos– se volvieron a Jerusalén con gran alegría» –nos recuerda san Lucas. Llama poderosamente la atención esta expresión del evangelista. Nos describe así la situación y la actitud en que quedan los discípulos. La tristeza no les invade; regresan eufóricos a Jerusalén. Para alguien ajeno a las vivencias de aquel grupo incipiente de seguidores de Jesús, les podría dar la sensación de que era eso precisamente lo que querían: que el Señor se marchara. Lo lógico es que sintieran nostalgia, sufrieran una profunda decepción como cuando fue condenado y murió en la cruz, como lo refleja el final del relato de la Pasión. Entonces quedaron abatidos, se escondieron por miedo a las autoridades judías, pensando que a ellos les ocurriría lo mismo por ser discípulos. Todo aquel tiempo había sido una hermosa experiencia vivida al lado de un gran profeta, pero «ya todo ha terminado» –le dicen a Jesús, a quien no reconocen en aquel personaje extraño que camina a su lado, los dos discípulos que iban de camino a la aldea de Emaús.

Sin embargo, a partir de la experiencia de la Pascua, todo cambia. Esto nos tiene que hacer pensar que la actitud de alegría refleja una profunda fe en el Señor Resucitado, que no se va, que se queda, y para siempre. Solo así podemos comprender la reacción de los discípulos: retornan felices a Jerusalén y pasan el tiempo bendiciendo a Dios, hasta que el Espíritu prometido les llena de fuerza y les impulsa a anunciar la Buena Nueva.

Se me ocurre que el final de la eucaristía de cada domingo debería ser, para los creyentes, como la celebración de la Ascensión para aquel grupo de discípulos. Ciertamente que somos conscientes de celebrar la Pasión, Muerte y Resurrección en cada eucaristía. ¿Por qué no va a ser el final de la eucaristía como esa marcha alegre hacia la Jerusalén del mundo, que nos espera fuera de los muros de nuestras iglesias? Tras la eucaristía, el Señor nos acompaña y su Espíritu nos inunda de gozo e impulsa a anunciar la Buena Nueva a los que nos esperan. San Mateo deja escrito en su evangelio el mandato del Señor: «Id y haced discípulos a todos los pueblos; yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28, 19a. 20b).

¡Seamos conscientes de esta realidad y seguro que la participación en la eucaristía dominical nos transformará en creyentes más apostólicos!

Como aquellos primeros cristianos, vivamos esperanzados, alegres y en oración aguardando la venida del Espíritu Santo, que es quien nos instruirá y dará fuerzas para ser testigos del Señor resucitado.

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