Queridos hermanos:
Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios; y todo el que ama a aquel que da el ser, ama también al que ha nacido de él. En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos.
Pues en esto consiste el amor a Dios: que guardamos sus mandamientos. Y sus mandamientos no son pesados, pues todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo.
Y lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? Este es el que vino con agua y con sangre: Jesucristo. No solo con agua, sino con agua y con sangre: y el Espíritu es quien da testimonio, porque el espíritu es la verdad.
COMENTARIO:
Con relativa frecuencia escuchamos a buenos cristianos afirmar que no les resulta fácil ser buenos, es decir, cumplir los mandatos del Señor. Los mandamientos les resultan pesados, porque hay que ser fieles un día sí y otro también. Los mandamientos se les antojan complicados de guardar en su integridad.
San Juan hoy sale al paso de las quejas que, en este sentido, escucharía en aquella comunidad cristiana a la que pertenecía. Se conoce que también se cansaban de ser buenos siempre, de perdonar siempre, de ser fieles siempre. Exactamente lo mismo que nosotros hoy.
Pues bien, la clave de la solución está en nacer de Dios. ¿Cómo? Afirmando que Jesús es el Cristo, el Resucitado, el Hijo de Dios. ¿Y quién no ama a su progenitor? ¿Y quién no ama a todo el que ha nacido de su mismo padre, es decir, a su propio hermano?
Por otra parte, el amor a Dios, del que hemos nacido en nuestro bautismo, consiste en guardar sus mandatos; ¿y qué padre da a sus hijos unos mandatos difíciles de cumplir? Los mandatos de un padre son el camino más corto y sencillo de alcanzar la felicidad. Porque esto (la felicidad) es lo que quiere un padre para sus hijos. Si nosotros, siendo malos, procedemos de este modo, ¡cuánto más Dios Padre nos habrá trazado el camino más recto, menos escabroso, para que lleguemos a él!
Tal vez se iba enfriando el amor en aquella primitiva comunidad, como hoy en las nuestras. Y el enfriamiento del amor hace pesados los mandatos. ¿No será tal vez esto lo que nos quiera decir hoy también san Juan?
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