CARTA A LOS HEBREOS 9, 11-15
Hermanos:
Cristo ha venido como Sumo Sacerdote de los bienes definitivos. Su templo es más grande y más perfecto: no hecho por manos de hombre, es decir, no de este mundo creado. No usa sangre de machos cabríos ni de becerros, sino la suya propia; y así ha entrado en el santuario una vez para siempre, consiguiendo la liberación eterna. Si la sangre de machos cabríos y de toros y el rociar de las cenizas de una becerra tiene el poder de consagrar a los profanos, devolviéndoles la pureza externa; cuánto más la sangre de Cristo que, en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha, podrá purificar nuestra conciencia de las obras muertas, llevándonos al culto del Dios vivo. Por esa razón es mediador de una alianza nueva: en ella ha habido una muerte que ha redimido de los pecados cometidos durante la primera alianza; y así llamados pueden recibir la promesa de la herencia eterna.
COMENTARIO:
El autor de la carta a los hebreos tiene la intención de transmitir un mensaje de liberación, de salvación a los hebreos. Les presenta a Jesús, el Cristo, como el Sumo Sacerdote por excelencia: el sacerdote esperado a lo largo de los siglos. Para aquellos creyentes procedentes del judaísmo constituye la Buena Nueva soñada, preanunciada por los profetas. El escritor sagrado transmite un mensaje de ánimo, de estímulo renovado para ayudar a mantener viva la fe en el Resucitado.
¿No debería ser esta la intención de nuestra predicación en este día del Corpus? ¿Acaso no necesitan nuestros fieles, que acuden a la eucaristía dominical un mensaje de ánimo, que les ayude a vivir firmes en su fe? Quienes tienen abandonada su fe o no creen, ¿no es una agradable sorpresa que el Señor les salga a paso a decirles que les ama sin esperar nada a cambio? Ciertamente que sí. Es por eso por lo que creo que hoy nuestro mensaje ha de avivar la llama de la fe de todos los cristianos e invitar a la fe a los no creyentes. Hoy el Señor se pasea por nuestras calles, nos sale al encuentro, se acerca a nuestras casas, se para en nuestras plazas para bendecirnos a todos, sin distinción de justos o pecadores. No sale de nuestros templos a reprocharnos nada: tenerle olvidado en el sagrario, pasar de largo ante él cuando se hace el encontradizo en los mendigos de la calle, abandonarlo en los asilos, en la cárcel, en el hospital… Insisto, no se pasea por nuestras calles para apagar la débil llama de nuestra fe, de nuestro compromiso cristiano. SENCILLAMENTE, SALE A BENDECIRNOS A TODOS.
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