CARTA LOS HEBREOS 9, 24-28
Cristo ha entrado no en un santuario construido por hombres -imagen del auténtico- sino en el mismo cielo, para ponerse ante Dios, intercediendo por nosotros. Tampoco se ofrece a sí mismo muchas veces -como el sumo sacerdote que entraba en el santuario todos los años y ofrecía sangre ajena. Si hubiera sido así, Cristo tendría que haber padecido muchas veces, desde el principio del mundo-. De hecho, él se ha manifestado una sola vez, en el momento culminante de la historia, para destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo. El destino de los hombres es morir una sola vez. Y después de la muerte, el juicio. De la misma manera, Cristo se ha ofrecido una sola vez para quitar los pecados de todos. La segunda vez aparecerá, sin ninguna relación, para salvar definitivamente a los que lo esperan.
COMENTARIO
La vida y muerte de Cristo fue una ofrenda agradable al Padre en favor de los hombres: Cristo se ofreció a sí mismo como víctima por nuestra salvación.
El autor de la carta a los hebreos insiste en la misma idea una y otra vez: Cristo ha entrado en el cielo (el auténtico santuario) ofreciéndose él como víctima expiatoria de los pecados de los hombres. Y esta ofrenda fue grata al Padre.
Hoy este mensaje cobra singular importancia, porque tanto en el relato del primer Libro de los Reyes como en el evangelio de san Marcos aparece una viuda que da todo lo que tiene: Dar todo lo que te mantiene con vida es dar totalmente la vida. Esto lo entienden muy bien los que ven el gesto de generosidad de la viuda y escuchan la explicación del propio Jesús. Jesús alaba la generosidad de la viuda y se lo hace observar a sus apóstoles: ‘Ha hechado todo lo que tenía para vivir’.
Nuestra vida también es grata al Padre cuando la ofrecemos por los demás. De algún modo nos unimos a la acción redentora de Cristo y cobra todo su valor salvífico en la ofrenda de Cristo al Padre por toda la humanidad.
En este sentido, cada uno de nuestros gestos de desprendimiento de nosotros mismos en favor de los demás tienen un valor salvífico, que encuentra su culmen cuando nos ofrecemos totalmente, olvidándonos de nosotros mismos.
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