Carta del apóstol san Pablo a los Romanos 9, 1-5
Hermanos:
Digo la verdad en Cristo; mi conciencia, iluminada por el Espíritu Santo, me asegura que no miento. Siento una gran pena y un dolor incesante en mi corazón, pues por el bien de mis hermanos, los de mi raza según la carne, quisiera incluso ser un proscrito lejos de Cristo.
Digo la verdad en Cristo; mi conciencia, iluminada por el Espíritu Santo, me asegura que no miento. Siento una gran pena y un dolor incesante en mi corazón, pues por el bien de mis hermanos, los de mi raza según la carne, quisiera incluso ser un proscrito lejos de Cristo.
Ellos descienden de Israel, fueron adoptados
como hijos, tienen la presencia de Dios, la alianza, la ley, el culto y las
promesas. Suyos son los patriarcas, de quienes, según la carne, nació el
Mesías, el que está por encima de todo: Dios bendito por los siglos. Amén.
COMENTARIO
El apóstol Pablo mira
ahora al pueblo de Israel, al pueblo de las promesas, a su pueblo. Este pueblo
se niega a creer en Jesucristo y recibir gratuitamente la justificación por la fe. Esto le causa un
profundo dolor a Pablo.
¿Qué puede hacer Pablo?
¿Cómo ha de afrontar el problema? La primera lectura de este domingo nos aporta
una estupenda sugerencia: ¿Cómo actúa Dios? El profeta Elías espera ver a Dios
manifestando todo su poder en la tormenta, en el fuego o en el huracán; sin
embargo, Dios no está presente allí, sino en la suave brisa que acaricia el
rostro de Elías.
El pueblo de Dios, Israel, ha recibido muchos dones de Dios: la alianza,
la ley, el culto, las promesas... Dios no se arrepiente ni les retira sus dones.
Pablo hubiera deseado ser un proscrito por su pueblo. Esta ha de ser también la
actitud del creyente hoy hacia el pueblo de Dios. Hay que buscar caminos de
encuentro, de acercamiento, de respeto; la actitud del profeta Elías, esperando
la acción airada de Dios no es la correcta. Ambos pueblos, judío y cristiano, somos
portadores de un mensaje de salvación universal.
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