jueves, 3 de septiembre de 2015

XXIII DOMINGO ORDINARIO - B

LIBRO DE ISAÍAS Is. 35, 4-7A
Decid a los cobardes de corazón:
-Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios que trae el desquite, viene en persona, os resarcirá y os salvará. Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará. Porque han brotado aguas del desierto, torrentes de la estepa; el páramo será un estanque, lo reseco un manantial.

COMENTARIO

En medio de una situación apocalíptica, desastrosa para el hombre y provocada generalmente por su mal obrar, una luz de esperanza siempre queda. Esta luz nos habla de la presencia de Dios en nuestro quehacer diario; Dios no olvida al hombre jamás.
Las palabras de esperanza de Isaías pueden cobrar fuerza de ánimo en el hombre que se siente hijo de un Dios Padre. «¿Puede una mujer olvidar a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Aunque ellas se olvidaran, yo no te olvidaré» (Is. 49,15).
Dios Padre, según el profeta Isaías, corroborado por el propio Hijo de Dios en el evangelio de este día, se preocupa de que sus hijos sean felices y que esta felicidad alcance no solo su espíritu sino también la totalidad de la persona y que llegue hasta cada uno de sus miembros: oídos, ojos, lengua, pies…
Es verdad, que con frecuencia nos sentimos hundidos, deprimidos, desalentados… Muchas veces provocamos esta situación nosotros mismos: la tentación nos atrae, pero el pecado nos precipita en el abismo del desaliento y la incapacidad de vencer el mal. Es entonces cuando las palabras del profeta Isaías pueden animarnos. En esos momentos Dios Padre toma cartas en el asunto y no deja que nos ciegue la tiniebla; es entonces cuando nos envía esta luz de esperanza en la palabra del profeta.
Dios Padre se mantiene en vela por nuestra felicidad.

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