jueves, 8 de octubre de 2015

XXVIII DOMINGO ORDINARIO - B

LIBRO DE LA SABIDURÍA 7, 7-11
Supliqué y se me concedió la prudencia, invoqué y vino a mí el espíritu de la sabiduría. La preferí a cetros y a tronos, y en su comparación tuve en nada la riqueza. No le equiparé la piedra más preciosa, porque todo el oro a su lado es un poco de arena y junto a ella la plata vale lo que el barro. La preferí a la salud y a la belleza, y me propuse tenerla por luz, porque su resplandor no tiene ocaso. Con ella, me vinieron todos los bienes juntos, en sus manos había riquezas incontables.

COMENTARIO

Quien lee por primera vez este texto del Libro de la Sabiduría le puede sorprender la admiración y el contento que siente el autor sagrado por poseerla. Sin embargo, son muchos los que hoy se preguntan: ¿para qué quiero yo la sabiduría? No es que la desprecien, pero viven bien sin sentir la necesidad de contar con ella; disfrutan de un buen nivel de vida, no les falta de nada, lo tienen casi todo al alcance de la mano: diversiones, distracciones, amistades, buena comida y generalmente gozan de excelente salud. El único problema, que de momento no inquieta a quienes se sienten jóvenes y con salud, es la muerte, que ven lejana, y mejor no obsesionarse con ella para vivir feliz. ¿Para qué la sabiduría, que cuesta tanto esfuerzo y sufrimiento alcanzarla? ¿Qué aporta la mucha ciencia a la felicidad que ya poseo en abundancia? -se preguntan.
Sin embargo, si nos detenemos en el pasaje sagrado, intuimos que el autor sagrado algo ha descubierto que le hace feliz y que con certeza nosotros, lectores superficiales no hemos encontrado aún. De hecho, da la impresión que nuestro autor ha pasado por variadas etapas de la vida humana: realeza, riqueza, salud, belleza… Todo le parece baladí al lado de su nuevo descubrimiento, la sabiduría.
Adentrándonos en el texto sagrado descubrimos que no se trata de esa sabiduría contenida en los libros, adquirida con esfuerzo mental, empleando el tiempo y perdiendo la vista en la lectura y estudio de graves tratados científicos. Aquí se habla de otra sabiduría que habita en la divinidad y que hay que suplicar e invocar. Viene precedida de la prudencia, y se trata de un don gratuito que Dios concede a sus predilectos que le invocan día y noche; dentro de los cuales podemos incluirnos también nosotros, pues el Padre del hijo pródigo no excluye a nadie, invita a todos al banquete festivo; tan solo el hermano mayor se queda fuera, porque se excluye a sí mismo.
El autor sagrado nos asegura que con esta sabiduría vienen todos los demás bienes.
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