LIBRO
DE LA SABIDURÍA 7, 7-11
Supliqué
y se me concedió la prudencia, invoqué y vino a mí el espíritu de la sabiduría. La
preferí a cetros y a tronos, y en su comparación tuve en nada la riqueza. No le
equiparé la piedra más preciosa, porque todo el oro a su lado es un poco de
arena y junto a ella la plata vale lo que el barro. La preferí a la salud y a
la belleza, y me propuse tenerla por luz, porque su resplandor no tiene ocaso.
Con ella, me vinieron todos los bienes juntos, en sus manos había riquezas
incontables.
COMENTARIO
Quien
lee por primera vez este texto del Libro de la Sabiduría le puede sorprender la
admiración y el contento que siente el autor sagrado por poseerla. Sin embargo,
son muchos los que hoy se preguntan: ¿para qué quiero yo la sabiduría? No es
que la desprecien, pero viven bien sin sentir la necesidad de contar con ella;
disfrutan de un buen nivel de vida, no les falta de nada, lo tienen casi todo
al alcance de la mano: diversiones, distracciones, amistades, buena comida y
generalmente gozan de excelente salud. El único problema, que de momento no
inquieta a quienes se sienten jóvenes y con salud, es la muerte, que ven lejana,
y mejor no obsesionarse con ella para vivir feliz. ¿Para qué la sabiduría, que
cuesta tanto esfuerzo y sufrimiento alcanzarla? ¿Qué aporta la mucha ciencia a
la felicidad que ya poseo en abundancia? -se preguntan.
Sin
embargo, si nos detenemos en el pasaje sagrado, intuimos que el autor sagrado
algo ha descubierto que le hace feliz y que con certeza nosotros, lectores
superficiales no hemos encontrado aún. De hecho, da la impresión que nuestro
autor ha pasado por variadas etapas de la vida humana: realeza, riqueza, salud,
belleza… Todo le parece baladí al lado de su nuevo descubrimiento, la
sabiduría.
Adentrándonos
en el texto sagrado descubrimos que no se trata de esa sabiduría contenida en
los libros, adquirida con esfuerzo mental, empleando el tiempo y perdiendo la
vista en la lectura y estudio de graves tratados científicos. Aquí se habla de
otra sabiduría que habita en la divinidad y que hay que suplicar e invocar.
Viene precedida de la prudencia, y se trata de un don gratuito que Dios concede a sus predilectos que le invocan día y noche; dentro de los cuales
podemos incluirnos también nosotros, pues el Padre del hijo pródigo no excluye
a nadie, invita a todos al banquete festivo; tan solo el hermano mayor se queda
fuera, porque se excluye a sí mismo.
El autor sagrado nos asegura que con esta sabiduría vienen todos los
demás bienes.
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