LIBRO
DE BARUC 5,
1-9
Jerusalén,
despójate de tu vestido de luto y aflicción y viste las galas perpetuas de la
gloria que Dios te da; envuélvete en el manto de la justicia de Dios y ponte a
la cabeza la diadema de la gloria perpetua, porque Dios mostrará tu esplendor a
cuantos viven bajo el cielo. Dios te dará un nombre para siempre: «Paz en la
justicia, Gloria en la piedad».
Ponte
de pie, Jerusalén, sube a la altura, mira hacia Oriente y contempla a tus
hijos, reunidos de Oriente a Occidente, a la voz del Espíritu, gozosos, porque
Dios se acuerda de ti. A pie marcharon, conducidos por el enemigo, pero Dios te
los traerá con gloria, como llevados en carroza real. Dios ha mandado abajarse
a todos los montes elevados, a todas las colinas encumbradas, ha mandado que se
llenen los barrancos hasta allanar el suelo, para que Israel camine con
seguridad, guiado por la gloria de Dios; ha mandado al bosque y a los árboles
fragantes hacer sombra a Israel. Porque Dios guiará a Israel entre fiestas, a
la luz de su gloria, con su justicia y su misericordia.
COMENTARIO
La poética
visión del profeta Baruc nos hace pensar en un pueblo que se siente vinculado
estrechamente a su ciudad santa, Jerusalén. En medio de la desgracia del
destierro, el pueblo no olvida la
Ley , el culto y la plegaria a Yahvé: Todo esto le mantiene
unido a su Ciudad Santa y esperanzado.
El
sueño profético nos transporta a lo alto de una cumbre desde donde contemplar
el retorno de los desterrados rodeados de una luz gloriosa, caminando por
sendas sin obstáculos: los valles se elevan, las montañas se abajan, las sendas
se enderezan y los árboles se aprestan a aliviar con su sombra y su aroma el
sufrimiento del camino. Es el poder de Yahvé quien lo ejecuta, y Jerusalén, la Ciudad Santa , quien contempla
la escena desde la altura.
Una
vez más, Yahvé no ha olvidado a sus hijos, ni abandonado la Ciudad Santa. Todo es fruto de
la pedagogía de Yahvé: Dios educa a su pueblo, a quien hace pasar por esos tiempos
difíciles de aparente abandono.
En Isaías
se nos refresca la memoria: «Me ha abandonado Dios, el Señor me ha olvidado». ¿Acaso olvida una mujer a su hijo, y no se
apiada del fruto de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te
olvidaré. Fíjate en mis manos: te llevo tatuada en mis palmas; tengo siempre
presentes tus murallas (Is 49,14-16). Los planes compasivos de Dios son siempre
de paz, no de dolor.
La historia
humana, nuestra propia historia personal también, están llenas de sufrimientos,
contrariedades, preguntas sin respuestas, porque Dios mantiene silencios
prolongados de aparente abandono. Sin embargo, está ahí para cumplir su
palabra; porque Dios no puede dejar de ser fiel a sí mismo, si no, dejaría de
ser Dios; y de modo particular, con nosotros que somos sus hijos adoptivos. Si
mantenemos viva la esperanza, esta engendra siempre, en el corazón del hombre,
la alegría (Rm 12,12) y la seguridad firme (Rm 5,5). Dios nos hizo para la
felicidad y nos quiere felices.
La
crisis económica, y principalmente de valores que padece nuestra Europa,
nuestra patria y nosotros mismos, afectados por el contexto en el que nos toca
vivir, nos puede llevar a pensar en el abandono de Dios, particularmente
aquellos que peor lo están pasando, porque no pueden llevar una vida dignamente
humana. Dios, hoy como ayer, sigue siendo fiel a sí mismo, sigue siendo Padre de
todos, con especial atención hacia los que más sufren su aparente ausencia.
Que
nuestro Dios no se olvide de nosotros y nos envíe también profetas soñadores de
esperanzas, que aviven en nosotros la visión de un Dios Padre que retorna a la Ciudad Santa a la cabeza de su
pueblo, entre cantos de alegría y fiesta.
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