LIBRO
DE JOSUÉ 5,
9a.10-12
En
aquellos días, el Señor dijo a Josué:
-
Hoy os he despojado del oprobio de Egipto. Los israelitas acamparon en Guilgal
y celebraron la pascua al atardecer del día catorce del mes, en la estepa de
Jericó. El día siguiente a la pascua, ese mismo día, comieron el fruto de la
tierra: panes ázimos y espigas fritas.
Cuando
comenzaron a comer del fruto de la tierra, cesó el maná. Los israelitas ya no
tuvieron maná, sino que aquel año comieron de la cosecha de la tierra de
Canaán.
COMENTARIO
Las
promesas de Dios a Abraham y a sus descendientes comienzan a ser realidad. El
pueblo ha llegado a la tierra prometida. Guilgal es un adelanto de la promesa y
con el rey David, llegará a su culmen. Así pues, Dios cumple sus promesas. El
pueblo ahora celebra la primera pascua en la tierra prometida de la que toma
posesión. A partir de ahora desaparece el maná que cada mañana Dios les
preparaba para su sustento diario; ahora es el pueblo quien disfrutará de los
frutos de la tierra que consiga con su esfuerzo. Comienza una nueva historia de
fidelidad a Dios.
¿Qué
nos aporta a nosotros este texto?
En
primer lugar, que Dios es fiel y cumple sus promesas de salvación, a pesar de
nuestras continuas infidelidades; no obstante, Dios siempre espera nuestro
retorno para darnos nuevamente su abrazo paternal.
Por
otra parte, Dios espera de nuestro esfuerzo y trabajo la colaboración para
construir el reino que inauguró su hijo en la tierra. Deja de suministrarnos el
‘maná’, porque cuenta con nuestro empeño.
También
Dios Padre espera de nosotros fe ciega en él, confianza plena en que nunca nos
dejará de su mano: Nos ha llevado en volandas a la ‘tierra prometida’; ahora
espera de nosotros que nos pongamos a caminar por nuestra cuenta, sin dejarnos
por ello de su mano.
Para los casos de mayor olvido y abandono de la casa paterna ha
insertado en nuestro ‘disco duro’ un ‘chip’ que nos orienta siempre hacia Dios
Padre y restaura nuestro sistema operativo, que nos permite reiniciar nuestra
historia una y otra vez, hasta ‘setenta veces siete’. La parábola del hijo pródigo
es la prueba de ello.
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