HECHOS DE LOS APÓSTOLES 5, 27
b-32. 40b-41
En
aquellos días, el sumo sacerdote interrogó a los Apóstoles y les dijo:
-
¿No os habíamos prohibido formalmente enseñar en nombre de ese? En cambio,
habéis llenado Jerusalén con vuestra enseñanza y queréis hacernos responsables
de la sangre de ese hombre.
Pedro
y los Apóstoles replicaron:
-
Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres
resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis colgándolo de un madero. La
diestra de Dios lo exaltó haciéndolo jefe y salvador, para otorgarle a Israel
la conversión con el perdón de los pecados. Testigos de esto somos nosotros y
el Espíritu Santo, que Dios da a los que le obedecen.
Prohibieron
a los apóstoles hablar en nombre de Jesús y los soltaron. Los Apóstoles
salieron del Sanedrín, contentos de haber merecido aquel ultraje por el nombre
de Jesús.
COMENTARIO
«Hay
que obedecer a Dios antes que a los hombres».
Este
es el principio de actuación de todo seguidor de Jesús: Hacer lo que Dios Padre
nos ha mandado por medio de su hijo. ¿Y para qué ha enviado Dios Padre a su
hijo? Para ser salvador, regalándonos la conversión y el perdón de los pecados.
Así podríamos resumir la enseñanza de este pasaje.
Ahora
la pregunta es otra: ¿Estamos siendo testigos del Señor Resucitado? ¿Anunciamos
el mensaje de salvación? ¿Hacemos consistir este mensaje en el anuncio y
ejercicio de la misericordia?
Anunciar
el perdón es caminar por la vida perdonando como nosotros somos perdonados por
Dios; es infundir esperanza en todos aquellos que se consideran olvidados de
Dios, que sienten que su vida es tan descabellada que ya no es posible alcanzar
el abrazo de Dios.
Anunciar
la misericordia es hacer ejercicios prácticos de misericordia: Visitar al
enfermo, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al
peregrino, vestir al desnudo, visitar a los presos y enterrar a los muertos;
enseñar al que no sabe, dar un buen consejo al que lo necesita, corregir al que
se equivoca, perdonar al que nos ofende, consolar al triste, sufrir con
paciencia los defectos del prójimo, y rezar a Dios por los vivos y los
difuntos.
Los
creyentes hemos de sentirnos enviados por el Resucitado a ser testigos de todo
esto con la fuerza del Espíritu Santo.
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