jueves, 10 de noviembre de 2016

XXXIII DOMINGO ORDINARIO - C

PROFECÍA DE MALAQUÍAS 3, 19-20a
Mirad que llega el día, ardiente como un horno, en el que todos los orgullosos y malhechores serán como paja; los consumirá el día que está llegando, dice el Señor del universo, y no les dejará ni copa ni raíz. Pero a vosotros, los que teméis mi nombre, os iluminará un sol de justicia y hallaréis salud a su sombra.

COMENTARIO

Se acerca el final del año y es más próximo el final del año litúrgico que finaliza con la fiesta de Cristo Rey. Es por esto por lo que la Iglesia nos invita hoy a reflexionar en aquellos textos de la Escritura que nos hablan del final.
Sin embargo, los creyentes hemos de leer estos textos del Antiguo Testamento a la luz del mensaje de Jesús en el evangelio y cartas de los apóstoles. Situados en esta perspectiva, nuestra reflexión puede llevarnos al mensaje que nos quiere dejar la profecía de Malaquías.
Malaquías nos recuerda que este mundo tiene su fin, que el ser humano también tiene marcado un tiempo de peregrinaje aquí en la tierra. Nuestra propia experiencia de vida nos muestra que nuestra existencia se acaba. Nuestro poeta, Jorge Manrique, nos lo recuerda en las coplas a la muerte de su padre: Nuestras vidas son los ríos // que van a dar a la mar, // que es el morir. Este mundo bueno fue // si bien usáramos de él // como debemos, // porque, según nuestra fe, // es para ganar aquel // que atendemos…
Los creyentes vemos nuestro final aquí en la tierra con esperanza, la esperanza de que para nosotros brillará un sol de justicia y hallaremos salud (la vida soñada) a su sombra. Los cristianos apreciamos con alegría los avances de la humanidad, los logros y transformaciones con los que conseguimos una vida mejor, de más calidad; sin embargo, proclamamos que la esperanza cristiana se orienta hacia un mundo transcendente y definitivamente feliz.

Las imágenes del fuego que destruye y la luz que da vida, empleadas por el Malaquías, pretenden hacer entender al pueblo sencillo y rudo cómo ha de ser nuestra transformación, obrada ya no por un fuego sino por el poder de Dios Padre.
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