viernes, 1 de septiembre de 2017

XXII DOMINGO ORDINARIO - A

LIBRO DE JEREMÍAS 20, 7-9
Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste y me pudiste. Yo era el hazmerreír todo el día, todos se burlaban de mí. Siempre que hablo tengo que gritar: “Violencia”, proclamando: “Destrucción”. La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije: “No me acordaré de él, no hablaré más en su nombre”; pero la palabra era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerla, y no podía.

COMENTARIO

La tentación de abandonar, de dejar de creer, de no complicarnos la vida es una tentación que se nos presenta con cierta frecuencia. ¿Quién no se ha sentido abandonado, acosado, no reconocido, ridiculizado, olvidado incluso hasta de Dios?

Pues bien, esta es la tentación que le quema al profeta Jeremías. Siente ganas de dejarlo todo, de abandonar su vocación de profeta de Yahvé. Nadie le hace caso. Su palabra es voz que suena en el desierto. Se siente fracasado en su tarea. Experimenta la sensación de ser un inútil, de no acertar con lo que Dios le pide. La ineficacia de su palabra es total. Por todo ello, piensa en abandonar, olvidarse de Yahvé y de su mandato. No hablará más de él ni en su nombre. Pero es en ese momento cuando se da cuenta  de que es imposible olvidarse de su Dios, porque su palabra, esa que Yahvé ha metido en sus entrañas es fuego que le abrasa por dentro y le impele a echarla fuera de sí. Jeremías no puede dejar de predicar la palabra de Dios. Emplea el lenguaje de los enamorados: Yahvé le ha seducido y el profeta se ha dejado seducir; el amor a su Dios ha penetrado en sus entrañas y ya no es capaz de dejar de amarlo y, por lo mismo, de dejar de cumplir la misión de profeta.
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