LIBRO DE JEREMÍAS 20, 7-9
Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste y me
pudiste. Yo era el hazmerreír todo el día, todos se burlaban de mí. Siempre que
hablo tengo que gritar: “Violencia”, proclamando: “Destrucción”. La palabra del
Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije: “No me
acordaré de él, no hablaré más en su nombre”; pero la palabra era en mis
entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerla, y no
podía.
COMENTARIO
La tentación de abandonar, de dejar de creer, de no
complicarnos la vida es una tentación que se nos presenta con cierta
frecuencia. ¿Quién no se ha sentido abandonado, acosado, no reconocido,
ridiculizado, olvidado incluso hasta de Dios?
Pues bien, esta es la tentación que le quema al profeta
Jeremías. Siente ganas de dejarlo todo, de abandonar su vocación de profeta de Yahvé.
Nadie le hace caso. Su palabra es voz que suena en el desierto. Se siente
fracasado en su tarea. Experimenta la sensación de ser un inútil, de no acertar
con lo que Dios le pide. La ineficacia de su palabra es total. Por todo ello,
piensa en abandonar, olvidarse de Yahvé y de su mandato. No hablará más de él
ni en su nombre. Pero es en ese momento cuando se da cuenta de que es imposible olvidarse de su Dios,
porque su palabra, esa que Yahvé ha metido en sus entrañas es fuego que le
abrasa por dentro y le impele a echarla fuera de sí. Jeremías no puede dejar de
predicar la palabra de Dios. Emplea el lenguaje de los enamorados: Yahvé le ha
seducido y el profeta se ha dejado seducir; el amor a su Dios ha penetrado en
sus entrañas y ya no es capaz de dejar de amarlo y, por lo mismo, de dejar de
cumplir la misión de profeta.
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