ISAÍAS 63, 16b-17. 19b;
64, 2b-7
Tú, Señor, eres nuestro padre, tu
nombre de siempre es "Nuestro redentor". Señor, ¿por qué nos
extravías de tus caminos y endureces nuestro corazón para que no te tema?
Vuélvete, por amor a tus siervos y a las tribus de tu heredad. ¡Ojalá rasgases
el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia!
Bajaste, y los montes se derritieron
con tu presencia. Jamás oído oyó ni ojo vio un Dios, fuera de ti, que hiciera
tanto por el que espera en él. Sales al encuentro del que practica la justicia
y se acuerda de tus caminos. Estabas airado, y nosotros fracasamos: aparta
nuestras culpas, y seremos salvos.
Todos éramos impuros, nuestra justicia
era un paño manchado; todos nos marchitábamos como follaje, nuestras culpas nos
arrebataban como el viento. Nadie invocaba tu nombre ni se esforzaba por
aferrarse a ti; pues nos ocultabas tu rostro y nos entregabas en poder de
nuestra culpa. Y, sin embargo, Señor, tú eres nuestro padre, nosotros la
arcilla y tú el alfarero; somos todos obra de tu mano.
COMENTARIO
El Adviento es ese tiempo que nos
habla de espera y esperanza, es esa brisa fresca que entra por la ventana de
nuestra alma cuando la abrimos ante el agobio abrasador de nuestros pecados.
Cada inicio del año litúrgico, la Iglesia nos ofrece estos momentos de parte de
nuestro Dios. El tiempo de adviento de cada año es una imagen clara de lo que sucede
también en nuestra vida, en la que Dios Padre nos ofrece nuevas y reiteradas
oportunidades de volver a empezar o de retomar el camino abandonado.
Las lecturas de este domingo nos
hablan de que estamos ante un tiempo de espera y esperanza nuevo. ¡Vigilad y
orad! Es la invitación de este primer día de adviento.
El profeta Isaías es el profeta del
Adviento y hoy, nuestro modelo. Se nos presenta en actitud de oración de
invocación en favor del pueblo.
En primer lugar, razona quejándose al
Señor: ¿Por qué endureces así nuestro corazón? ¿Por qué nos tienes tanto tiempo
esperando? Mira que se trata de tu pueblo amado.
Seguidamente sugiere a Dios una
solución para la desgraciada situación en que se encuentra el pueblo: «¡Ojalá
rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia!».
Continúa la oración alabando las
grandes obras que Dios hizo siempre por su pueblo: «Jamás oído oyó ni ojo vio
un Dios, fuera de ti, que hiciera tanto por el que espera en él».
El profeta reconoce la culpa del
pueblo y se queja del aparente olvido de Dios.
La oración termina, como terminan
todos los salmos y plegarias, reconociendo que el Señor es «el alfarero y
nosotros la arcilla y la obra de tus manos».
No se le oculta al observador externo cómo el
mismo Dios se manifiesta a su pueblo en medio de la plegaria profética,
apuntando dónde está la solución: esperar en Dios porque él sale al encuentro
del que espera; practicar de nuevo la justicia, es decir, la santidad y
reincorporarse al camino recto de la vida.
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