jueves, 30 de noviembre de 2017

I ADVIENTO - B

ISAÍAS 63, 16b-17. 19b; 64, 2b-7
Tú, Señor, eres nuestro padre, tu nombre de siempre es "Nuestro redentor". Señor, ¿por qué nos extravías de tus caminos y endureces nuestro corazón para que no te tema? Vuélvete, por amor a tus siervos y a las tribus de tu heredad. ¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia!
Bajaste, y los montes se derritieron con tu presencia. Jamás oído oyó ni ojo vio un Dios, fuera de ti, que hiciera tanto por el que espera en él. Sales al encuentro del que practica la justicia y se acuerda de tus caminos. Estabas airado, y nosotros fracasamos: aparta nuestras culpas, y seremos salvos.
Todos éramos impuros, nuestra justicia era un paño manchado; todos nos marchitábamos como follaje, nuestras culpas nos arrebataban como el viento. Nadie invocaba tu nombre ni se esforzaba por aferrarse a ti; pues nos ocultabas tu rostro y nos entregabas en poder de nuestra culpa. Y, sin embargo, Señor, tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero; somos todos obra de tu mano.

COMENTARIO

El Adviento es ese tiempo que nos habla de espera y esperanza, es esa brisa fresca que entra por la ventana de nuestra alma cuando la abrimos ante el agobio abrasador de nuestros pecados. Cada inicio del año litúrgico, la Iglesia nos ofrece estos momentos de parte de nuestro Dios. El tiempo de adviento de cada año es una imagen clara de lo que sucede también en nuestra vida, en la que Dios Padre nos ofrece nuevas y reiteradas oportunidades de volver a empezar o de retomar el camino abandonado.
Las lecturas de este domingo nos hablan de que estamos ante un tiempo de espera y esperanza nuevo. ¡Vigilad y orad! Es la invitación de este primer día de adviento.
El profeta Isaías es el profeta del Adviento y hoy, nuestro modelo. Se nos presenta en actitud de oración de invocación en favor del pueblo.
En primer lugar, razona quejándose al Señor: ¿Por qué endureces así nuestro corazón? ¿Por qué nos tienes tanto tiempo esperando? Mira que se trata de tu pueblo amado.
Seguidamente sugiere a Dios una solución para la desgraciada situación en que se encuentra el pueblo: «¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia!».
Continúa la oración alabando las grandes obras que Dios hizo siempre por su pueblo: «Jamás oído oyó ni ojo vio un Dios, fuera de ti, que hiciera tanto por el que espera en él».
El profeta reconoce la culpa del pueblo y se queja del aparente olvido de Dios.
La oración termina, como terminan todos los salmos y plegarias, reconociendo que el Señor es «el alfarero y nosotros la arcilla y la obra de tus manos».
No se le oculta al observador externo cómo el mismo Dios se manifiesta a su pueblo en medio de la plegaria profética, apuntando dónde está la solución: esperar en Dios porque él sale al encuentro del que espera; practicar de nuevo la justicia, es decir, la santidad y reincorporarse al camino recto de la vida.
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