viernes, 2 de noviembre de 2018

XXXI DOMINGO ORDINARIO - B

Hebreos 7, 23-28
Hermanos: Muchos sacerdotes se fueron sucediendo, porque la muerte les impedía permanecer en su cargo. Pero Jesús, como permanece para siempre, tiene el sacerdocio que no pasa; de ahí que pueda salvar definitivamente a los que por medio de él se acercan a Dios, porque vive siempre para interceder en su favor.
Y tal convenía que fuese nuestro Pontífice: santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y encumbrado sobre el cielo.
Él no necesita ofrecer sacrificios cada día –como los sumos sacerdotes, que ofrecían primero por los propios pecados, después por los del pueblo–, porque lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo.
En efecto, la ley hace a los hombres sacerdotes llenos de debilidades. En cambio, las palabras del juramento, posterior a la ley, consagran al Hijo, perfecto para siempre.

COMENTARIO

El autor de la carta a los hebreos plantea la diferencia entre el sacerdocio levítico y el de Jesucristo, el Sumo Sacerdote para siempre; su sacerdocio no tiene fin. Jesús se ofrece a sí mismo, a diferencia de los sacerdotes levíticos, que ofrecían sacrificios de cosas. El sacrificio de Jesús es un sacrificio de amor, entregándose a sí mismo en la Cruz para la salvación de todos.
Se trata precisamente de eso, del amor, de entregarse por amor, único sacrificio que salva. Se inaugura así un nuevo sacerdocio que substituye al de la antigua alianza.
De este modo, el Hijo de Dios nos indica cuál es el camino de nuestra propia salvación: la entrega incondicional de uno mismo a los hermanos.

El único camino de salvación es el del amor y por él debemos caminar si queremos llegar a la meta final del encuentro con Dios Padre.
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