Is 9,
1-3.5-6
El pueblo que caminaba en tinieblas
vio una luz grande, habitaban tierras de sombra, y una luz les brilló.
Acreciste la alegría, aumentaste el gozo: se gozan en tu presencia, como gozan
al segar, como se alegran al repetirse el botín.
Porque la bota que pisa con estrépito
y la túnica empapada en sangre, serán combustible, pasto del fuego. Porque la
vara del opresor, el yugo de su carga, el bastón de su hombro, los quebrantaste
como el día de Madián.
Porque un niño nos ha nacido, un hijo
se nos ha dado: lleva al hombro el principado, y es su nombre: Maravilla de
Consejero, Dios guerrero, Padre Perpetuo, Príncipe de la Paz. Para dilatar el
principado con una paz sin límites, sobre el Trono de David y sobre su Reino.
Para sostenerlo y consolarlo con la justicia y el derecho, desde ahora y para
siempre. El celo del Señor lo realizará.
COMENTARIO
¡Feliz
Navidad! Este es el saludo propio de estos días. Los cristianos expresamos este
contento porque celebramos el nacimiento de Jesús, el Hijo de Dios, venido al
mundo a salvarnos –así decimos, porque así lo creemos.
«Un
niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado» (Is 9, 1-3) –nos recuerda el
profeta Isaías. Dos mil años después de suceder este acontecimiento tan
importante para la humanidad, ¿cómo podemos celebrarlo cada Navidad? ¿Qué
podemos entender hoy por celebrar el nacimiento del Hijo de Dios? Dios se ha
encarnado, y hoy podemos seguir afirmando y creyendo que Dios se encarna, se
hace hombre, comparte nuestra humanidad; es más, decimos que se encarna
preferentemente en los más desposeídos, en los más indigentes. Para Dios tan
actual es aquel momento de la historia de la humanidad en el que situamos su
aparición en la tierra en carne mortal, como hoy. Por esto podemos decir y
celebrar que Dios nace hoy, en un portal y es recostado en un pesebre. Todo
ello nos recuerda la inmensa indigencia en la que nace, siendo el creador y el
«dueño» –por así decirlo en palabras humanas– del universo.
Los
cristianos y muchos no creyentes se unen a nosotros en la participación de esta
fiesta, que debería no tener fin, al menos mientras haya miseria, desigualdades
tan clamorosas entre los hombres. Todos estamos llamados a vivir en
fraternidad, pues somos hermanos e hijos del mismo Padre.
Entonces,
cada vez que compartimos nuestros bienes con los necesitados, cada vez que
acompañamos al enfermo y al que vive en soledad, cada vez que auxiliamos a
alguien en necesidad, estamos actualizando la Navidad de hace dos mil años.
El
ruido, las fiestas, los regalos, las luces, la música, los adornos navideños si
sirven para recordarnos todo esto, bienvenidos sean; en caso contrario, nos
estorban, porque nos impiden ver la miseria a nuestro alrededor.
Un
recorte de prensa como botón de muestra de que necesitamos de la Navidad cada
año para recordarnos todo esto y avivar nuestra fe y nuestro compromiso como
creyentes: «Alexandra intenta esconder su tristeza –nos dice el periodista que hace
la entrevista–. “Con el hijo pequeño, trato de que no me vea triste; y mi hija
mediana, cuando ve que me rompo, me abraza y me anima. Una siempre quiere lo mejor
para sus hijos, pero yo a la mía, a veces, le digo: ‘Perdóname por haberte
traído a esto’”. La cuesta arriba se le ha hecho cada vez más empinada –añade
el periodista– y las estadísticas no la acompañan:
si eres mujer, tienes un 27% más de riesgo de caer en la exclusión social; ser migrante
triplica la probabilidad de caer en la pobreza; ser familia numerosa incrementa
un 41% este riesgo, como también tener hijos a cargo y ser una familia monoparental
(36% más de probabilidad de exclusión social). Alexandra hace pleno». Como este
ejemplo hay muchos más.
Pidamos
al Señor que nos anime a celebrar la Navidad cada año, cada día y que aumente
el número de los no creyentes que se unen a nuestra fiesta, compadeciéndose y
compartiendo felicidad.
¡Feliz Navidad para todos los hombres de buena
voluntad!
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