jueves, 30 de enero de 2020

PRESENTACIÓN DEL SEÑOR

Lc 2, 22-40
Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones».
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel». Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma».
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén.
Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.

COMENTARIO

Recordemos brevemente el relato del libro del Génesis en el primer día de vida del hombre en la tierra. Imaginemos a Adán, el primer hombre sobre la tierra en ese primer día de su vida. Dios Creador ha terminado su magnífica obra de la creación y contempla lo que ha creado. El autor del primer libro de la Biblia nos describe, con estas palabras, el sentimiento de alegría que experimenta Dios ante su obra creadora y el juicio que hace sobre la misma: «Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era muy bueno» (Gn 1, 31).
Dios Creador por fin crea al hombre y le encomienda el cuidado de su obra. Y Adán vio la luz del día y gozó con la obra que Dios había puesto ante sus ojos y en sus manos. Llegó la noche y, con ella, la obscuridad y la quietud de los seres creados. Y vio Adán que después de una larga noche de tinieblas volvía la luz y, con ella, el calor y la belleza de la creación entera ante él y, animado por tanta belleza lo imaginamos cuidando de la obra que Dios había puesto en sus manos.
Algo similar a nuestro primer padre Adán tenemos que experimentar los creyentes el día en que celebramos el nacimiento de esa otra Luz, el Hijo de Dios, hecho hombre. Hoy celebramos este acontecimiento de la presentación de la Luz que llega a nuestras vidas y nos diviniza.
San Lucas nos explica el sentido de esta festividad que la Iglesia celebra con solemnidad desde el siglo VI en Occidente: La fiesta de las candelas.
Las palabras del anciano  Simeón acentúan dos aspectos: este niño es « la Luz para alumbrar a las naciones y gloria de Israel», y tiene también el sentido de dolor y lucha entre las fuerzas del bien y del mal, entre el mundo de las tinieblas y el de la luz: «Mira, este está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma».
Por su parte, Ana, la anciana profetisa, resalta la liberación que supone la llegada de aquel niño que José y María presentan en el templo, cumpliendo la Ley: «Daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén».
Hoy el pueblo cristiano celebra este día de fiesta en el contexto del calendario anual que señala el aumento de las horas de luz y la disminución de las horas de oscuridad. En la celebración litúrgica de este día nos alegramos que esa otra Luz, la del Hijo de Dios encarnado, crezca en el mundo y lo ilumine con su claridad divina, para que todos conozcan que la salvación nos viene de Dios y que todos estamos invitados a acogerla.
Finalmente hay otro aspecto que resalta el texto evangélico de este día y que nos enriquece. Después de cumplir todo lo que mandaba la Ley, María y José regresan a Nazaret con su hijo Jesús. Añade san Lucas: «El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba». Es en el seno familiar donde los hijos crecen y se educan: ahí es donde comienzan a adquirir sus primeros conocimientos humanos y reciben cuidadosa educación en la fe de los padres, que la escuela completará.
Celebremos con alegría esta festividad de la Luz.
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