En aquellos días, cuando Elías llegó hasta el Horeb, el monte de Dios, se introdujo en la cueva y pasó la noche. Le llegó la palabra del Señor, que le dijo:
«Sal y permanece de pie en el monte ante el Señor».
Entonces pasó el Señor y hubo un huracán tan violento que hendía las montañas y quebraba las rocas ante el Señor, aunque en el huracán no estaba el Señor. Después del huracán, un terremoto, pero en el terremoto no estaba el Señor. Después del terremoto fuego, pero en el fuego tampoco estaba el Señor.
Después del fuego, el susurro de una brisa suave. Al oírlo Elías, cubrió su rostro con el manto, salió y se mantuvo en pie a la entrada de la cueva.
COMENTARIO
El Libro de los Reyes que leímos en la primera lectura de hoy nos describe la situación de preocupación y miedo del profeta Elías. Elías, el único profeta de Israel que quedaba había mandado ejecutar a todos los profetas del dios Baal. Por miedo, ante el juramento de la reina Jezabel de hacer lo mismo con él, huye hasta el monte Horeb en busca de su Dios Yahvé. Allí se refugia en una cueva y espera que Dios se le manifieste.
¿Dónde está Dios? Es la pregunta que se hace el profeta Elías, como también nos la hacemos nosotros en momentos difíciles de la vida.
Dios siempre responde a nuestro requerimiento, pero, como el profeta Eías, también nosotros necesitamos de una conversión. Elías espera que Dios se le manifieste en el fuego, en la tormenta o en el terremoto, como el Dios poderoso y fuerte que no tolera la infidelidad.
Como Elías, también nosotros caemos en la tentación de pensar que Dios hace silencio ante nuestras exigencias. Sin embargo, Dios nos habla siempre, no se calla, pero no lo oímos porque lo buscamos donde no está: en la reacción violenta, en la venganza, en el aniquilamiento de los enemigos, de los infieles a la Ley o en un milagro espectacular.
Como Elías, también nosotros necesitamos recapacitar, convertirnos, buscar a Dios donde realmente está: en esa suave brisa del mar o de la sierra que nos alivia del bochorno. Esta es la imagen que se le ocurre al autor sagrado para describirnos a Yahvé, a Dios.
Nosotros también podemos sentir que nuestra fe, la fe que recibimos de nuestros padres se desvanece, se está perdiendo. A nuestros hijos y nietos ya no les dicen nada nuestras vivencias cristianas. Sentimos que nuestro cristianismo está desapareciendo, y hasta nosotros nos cansamos ya de ser fieles a nuestra vida cristiana.
Esta situación nos la describe muy bien el evangelio de hoy. Los discípulos van solos en la barca camino de la otra orilla del lago. En principio no tienen miedo, están entusiasmados del milagro vivido esa tarde: Jesús había conseguido alimento para toda aquella multitud que quería aclamarlo como el Mesías. Ahora en medio del lago ante la oscuridad de la noche y el viento en contra comienzan a echar en falta a Jesús. Este se hace presente, pero son incapaces de reconocerlo y lo ven como un fantasma. Cuando por fin lo reconocen se vuelven a entusiasmar y se sienten tan seguros que Pedro quiere acercarse a Jesús caminando sobre las aguas. Arrecia el viento y se siente hundir: «Señor, sálvame».
Los textos de hoy reflejan muy bien nuestra vivencia de la fe: nuestras dudas y nuestro cansancio; pero también son muy claros y nos animan a confiar siempre en Dios, que nunca nos abandona, que no responde con el silencio a nuestras plegarias. Dios siempre está a nuestro lado, consolándonos, luchando con nosotros en la enfermedad y, al final de la vida, recuperándonos como hijos plenamente felices a su lado.
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El Libro de los Reyes que leímos en la primera lectura de hoy nos describe la situación de preocupación y miedo del profeta Elías. Elías, el único profeta de Israel que quedaba había mandado ejecutar a todos los profetas del dios Baal. Por miedo, ante el juramento de la reina Jezabel de hacer lo mismo con él, huye hasta el monte Horeb en busca de su Dios Yahvé. Allí se refugia en una cueva y espera que Dios se le manifieste.
¿Dónde está Dios? Es la pregunta que se hace el profeta Elías, como también nos la hacemos nosotros en momentos difíciles de la vida.
Dios siempre responde a nuestro requerimiento, pero, como el profeta Eías, también nosotros necesitamos de una conversión. Elías espera que Dios se le manifieste en el fuego, en la tormenta o en el terremoto, como el Dios poderoso y fuerte que no tolera la infidelidad.
Como Elías, también nosotros caemos en la tentación de pensar que Dios hace silencio ante nuestras exigencias. Sin embargo, Dios nos habla siempre, no se calla, pero no lo oímos porque lo buscamos donde no está: en la reacción violenta, en la venganza, en el aniquilamiento de los enemigos, de los infieles a la Ley o en un milagro espectacular.
Como Elías, también nosotros necesitamos recapacitar, convertirnos, buscar a Dios donde realmente está: en esa suave brisa del mar o de la sierra que nos alivia del bochorno. Esta es la imagen que se le ocurre al autor sagrado para describirnos a Yahvé, a Dios.
Nosotros también podemos sentir que nuestra fe, la fe que recibimos de nuestros padres se desvanece, se está perdiendo. A nuestros hijos y nietos ya no les dicen nada nuestras vivencias cristianas. Sentimos que nuestro cristianismo está desapareciendo, y hasta nosotros nos cansamos ya de ser fieles a nuestra vida cristiana.
Esta situación nos la describe muy bien el evangelio de hoy. Los discípulos van solos en la barca camino de la otra orilla del lago. En principio no tienen miedo, están entusiasmados del milagro vivido esa tarde: Jesús había conseguido alimento para toda aquella multitud que quería aclamarlo como el Mesías. Ahora en medio del lago ante la oscuridad de la noche y el viento en contra comienzan a echar en falta a Jesús. Este se hace presente, pero son incapaces de reconocerlo y lo ven como un fantasma. Cuando por fin lo reconocen se vuelven a entusiasmar y se sienten tan seguros que Pedro quiere acercarse a Jesús caminando sobre las aguas. Arrecia el viento y se siente hundir: «Señor, sálvame».
Los textos de hoy reflejan muy bien nuestra vivencia de la fe: nuestras dudas y nuestro cansancio; pero también son muy claros y nos animan a confiar siempre en Dios, que nunca nos abandona, que no responde con el silencio a nuestras plegarias. Dios siempre está a nuestro lado, consolándonos, luchando con nosotros en la enfermedad y, al final de la vida, recuperándonos como hijos plenamente felices a su lado.
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