miércoles, 12 de agosto de 2020

XX DOMINGO ORDINARIO - A

 

Mateo 15, 21-28

En aquel tiempo, Jesús salió y se retiró a la región de Tiro y Sidón.
Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle:

«Ten compasión de mí, Señor Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo».

Él no le respondió nada. Entonces los discípulos se le acercaron a decirle:

«Atiéndela, que viene detrás gritando».

Él les contestó:

«Solo he sido enviado a las ovejas descarriadas de Israel».

Ella se acercó y se postró ante él diciendo:

«Señor, ayúdame».

Él le contestó:

«No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos».
Pero ella repuso:

«Tienes razón, Señor; pero también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos».

Jesús le respondió:

«Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas».
En aquel momento quedó curada su hija.

 

COMENTARIO

Cuando queremos que nuestro auditorio le quede gravada una enseñanza para su vida, acudimos a una historieta ejemplarizante, con frecuencia inventada y en ocasiones traída de la vida real.

Esto es lo que hace hoy san Mateo en el relato evangélico que nos propone para nuestra reflexión. San Mateo no inventa el relato que nos ofrece sobre la mujer cananea. San Mateo seguramente ha sido testigo del acontecimiento que nos narra y de otros similares.

Nos llama poderosamente la atención ese doble lenguaje que emplea Jesús. En un primer momento de la escena, es un lenguaje duro, despectivo; da la sensación que Jesús desprecia a los cananeos, porque no pertenecen al pueblo de Israel: ignora a aquella mujer que le grita desesperada, pidiendo compasión por la situación dolorosa de su hija enferma. Finalmente cede ante la insinuación de sus discípulos: «Atiéndela que viene detrás gritando».

Las madres podéis imaginar mejor la escena de esta pobre mujer, cuya única esperanza está en Jesús. Le ha costado mucho acercarse a pedir ayuda a un israelita, siendo consciente del desprecio que sienten hacia los cananeos, a quienes no consideran pertenecientes al pueblo de Israel.

«Señor, ayúdame». ¡Qué desesperada tiene que estar para humillarse así ante un israelita! Pero dentro de ella hay una pequeña luz de esperanza que va creciendo a medida que sigue el diálogo entre ambos. Las contestaciones de Jesús son muy duras: «Solo he sido enviado a las ovejas descarriadas de Israel». «No está bien tomar el pan de los hijos y dárselo a los perros». La mujer acepta incluso el insulto de “perra”, pero su fe le anima a insistir: «Tienes razón, Señor; pero también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos».

Ante aquella contestación Jesús se conmueve y cambia su actitud y el tono de su lenguaje: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas».

¿Entenderían sus oyentes aquella enseñanza que Jesús quería trasmitir? ¿La entendemos hoy nosotros?

Todos somos hijos del mismo Padre y, por lo tanto, hermanos los unos de los otros. Aprendamos a aceptar a todos como  hermanos. Dios Padre nos ha dado entrañas de misericordia para conmovernos ante las miserias humanas.

Recemos con frecuencia la oración de la plegaria eucarística Vb/c: «Danos entrañas de misericordia frente a toda miseria humana.  Inspíranos el gesto y la palabra oportuna frente al hermano solo y desamparado. Ayúdanos a mostrarnos disponibles ante quien se siente explotado y deprimido. Que tu Iglesia, Señor, sea un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando».

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