Mt 16- 21- 27
En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los senadores, sumos sacerdotes y letrados, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día. Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo:
- ¡No lo permita Dios, Señor! Eso no
puede pasarte.
Jesús se volvió y dijo a Pedro:
- Quítate de mi vista, Satanás, que
me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios.
Entonces dijo Jesús a sus
discípulos:
- El que quiera venirse conmigo, que
se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su
vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará. ¿De qué le sirve
a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar para
recobrarla? Porque el Hijo del Hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria
de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta.
COMENTARIO
La tentación
de abandonar, de dejar de creer, de no complicarnos la vida es una tentación
que se nos presenta de vez en cuando. ¡Quién no se sintió abandonado, no
reconocido, ridiculizado, olvidado incluso de Dios alguna vez?
Pues bien,
esta es la tentación que le quema por dentro al profeta Jeremías. Siente ganas
de dejarlo todo, de abandonar su vocación de profeta de Yahvé. Ninguno le hace
caso. Su palabra es voz que clama en el desierto sin que nadie le preste
atención. Se siente fracasado en su misión de profeta, de enviado. Experimenta
la sensación de ser un inútil, de no acertar con lo que Dios le pide. La
ineficacia de su palabra es absoluta. Por todo eso, piensa en abandonar,
olvidarse de Dios y de su mandato. «No hablará más de él ni en su nombre». Pero
es precisamente en ese momento cuando advierte que es imposible olvidar a su
Dios, porque su palabra –la del profeta–, esa que Yahvé metió en sus entrañas
es fuego que le abrasa por dentro y le impele e echarla fuera de sí.
Jeremías no puede dejar de predicar la palabra de Dios. Emplea el idioma de dos
enamorados: Yahvé le sedujo y el profeta se dejó seducir; el amor a su
Dios penetró hasta la médula de sus huesos y ya no es capaz de dejar de amarlo
y, por lo mismo, de cumplir la misión de profeta.
De esto va
también el mensaje que escuchamos en la segunda lectura de este domingo. San
Pablo exhorta a los romanos para que ofrezcan a Dios el culto verdadero,
auténtico, que consiste en ofrecerse totalmente a Dios: hacer lo que le agrada
a Dios, conformarse a su voluntad; y todo esto no porque Dios obtenga un
beneficio, sino porque es el camino de nuestra felicidad.
Si la fe
recibida en el bautismo todavía brilla como una débil llama en nosotros,
busquemos siempre la voluntad de Dios, que sentiremos en nuestro interior como
una llama irresistible, de igual modo que el profeta Jeremías. Que sea nuestra
plegaria la del salmista: Dios mío, Dios mío, tú eres mi Dios y por ti
madrugo, mi alma tiene sed de ti, como tierra reseca, sedienta, sin agua (Sal
62).
La escena
que ofrece el evangelista Mateo en este domingo nos presenta a un Pedro que se
rebela contra los planes de Dios. Podríamos decir que su fe todavía está en
proceso de maduración: es una fe infantil, de niño, que ante las primeras
dificultades abandona. A pesar de esta imagen de Pedro, sabemos que el Señor le
elegirá precisamente a él como el guía de todos los creyentes, y ciertamente
que no le decepcionará, pues morirá dando testimonio de su fe.
«Si alguien
quiere venir conmigo, reniegue de sí mismo, cargue con su cruz y sígame. Porque
quien quiera poner a salvo su vida, la perderá; pero quien la pierda por
mí, la encontrará». Esta es la invitación que el Señor nos hace también hoy a
nosotros. Si queremos alcanzar la felicidad, el camino es la cruz.
La
eucaristía que celebramos nos habla de todo esto: Jesús acepta la voluntad de
su Padre Dios; recordamos y celebramos la pasión, muerte y resurrección del
Señor.
Dejémonos
seducir por el Señor, como el profeta Jeremías por su Dios o Pedro por Jesús.
Porque –nos razona el evangelista Mateo–: ¿De qué nos sirve ganar el mundo si
al final nos perdemos a nosotros mismos?
Recemos con
el salmo de la eucaristía de hoy: «Tu misericordia, Señor, es más preciosa que
la vida, por eso te alaban mis labios. Toda mi vida te bendeciré y mis labios
te alabarán jubilosos» (Sal 62).
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