Mateo 25,1-13
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: El Reino de los Cielos se parecerá a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo.
Cinco de
ellas eran necias y cinco eran sensatas.
Las necias,
al tomar las lámparas, se dejaron el aceite; en cambio, las sensatas se
llevaron alcuzas de aceite con las lámparas.
El esposo
tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron.
A medianoche
se oyó una voz: ¡Que llega el esposo, salid a recibirlo!
Entonces se despertaron todas aquellas doncellas y se pusieron a preparar
sus lámparas. Y las necias dijeron a las sensatas: Dadnos un poco de vuestro
aceite, que se nos apagan las lámparas.
Pero las
sensatas contestaron: Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras,
mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis.
Mientras iban a comprarlo llegó el esposo, y las que estaban preparadas
entraron con él al banquete de bodas y se cerró la puerta.
Más tarde llegaron también las otras doncellas, diciendo: Señor, señor,
ábrenos.
Pero él
respondió: Os lo aseguro: no os conozco.
Por tanto,
velad, porque no sabéis el día ni la hora.
COMENTARIO
San Mateo
imagina la fe, aún incipiente en las comunidades cristianas de su época, como
una débil llama de una lámpara encendida. La lámpara, que es cada creyente, la
imagina de barro; por lo tanto, es frágil y fácilmente puede hacerse añicos al
menor golpe. Probablemente escuchó la parábola al propio Jesús y en ese momento
la creyó oportuna para su comunidad de creyentes.
El caso es
que nuestra fe, la de los creyentes del siglo XXI es esa llama tenue, que
necesita avivarse constantemente para dar luz; y los cristianos de hoy también
somos frágiles como los cacharros de arcilla, que con facilidad pueden quebrar.
Hoy puede
ser un buen día para meditar en nosotros mismos, revisar y avivar la llama de
nuestra fe. Los cristianos de la época de san Mateo consideraban larga la
espera de la segunda venida del Señor. Qué larga se hace la vida al cristiano
que vive con tristeza su fe, es decir sin ocuparse jamás de alimentarla con la
escucha de la palabra de Dios, con la recepción de los sacramentos; en cambio,
qué corta se le hace al que la vive con gozo. Para vivir la fe con alegría es
necesario llevar alcuzas cargadas de aceite: la oración, la meditación de la
palabra de Dios, la participación en los sacramentos y las buenas obras.
Vivimos en
un mundo de prisas, de resultados inmediatos, de acción pronta y eficaz. A las
empresas se les exige rapidez y calidad; a los deportistas, batir nuevas
marcas; a la tecnología del espacio, superar la velocidad de la luz… La espera
se nos antoja ya anticuada, no es propia del mundo de la informática, de
internet, de la telefonía móvil. La fe, comenzamos a pensar, es de otra época:
o bien se adapta a nuestro mundo, o está llamada a desaparecer por inservible.
Hoy más que
nunca, necesitamos de los monasterios de vida contemplativa, en los que el
reloj del mundo parece haberse parado. Necesitamos nuevos samaritanos, como el
que encontramos en el evangelio de Lucas, que caminen sin prisas por nuestras
calles y caminos, deteniéndose ante el necesitado. Necesitamos más Teresas de
Calcuta, que aparquen el coche en el arcén de la carretera, porque hay alguien
que les necesita y no les importe llegar tarde, o sencillamente no llegar.
Cuentan de santa Teresa de Calcuta que, viajando en coche por Méjico a una cita
con el obispo del lugar, advirtió la presencia de un necesitado a la orilla de
la carretera por donde ella pasaba. Mandó detener el coche, a riesgo de llegar
tarde o sencillamente no llegar a la cita, para interesarse por aquel enfermo.
Lo atendió y siguió su camino.
Algo
parecido a nosotros les debía estar pasando a las comunidades de cristianos de
los tiempos de san Mateo. Ya entonces comenzaban las prisas y se les hacía larga
la espera por el retorno de Jesús. El mismo san Pablo tendrá que recomendar a
aquellos buenos cristianos que se pusieran a trabajar, que el Señor se tomaba
las cosas con más calma que nosotros.
De todos
modos, los creyentes necesitamos recuperar la serenidad, alimentar nuestra fe y
esperar sin desmayar la venida del Señor. El Señor ciertamente vendrá. Que nos
encuentre vigilantes: en oración, en la escucha de su palabra y haciendo el
bien.
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