miércoles, 8 de noviembre de 2023

XXXII DOMINGO ORDINARIO - A

 Mateo 25,1-13


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: El Reino de los Cielos se parecerá a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo.

Cinco de ellas eran necias y cinco eran sensatas.

Las necias, al tomar las lámparas, se dejaron el aceite; en cambio, las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas.

El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron.

A medianoche se oyó una voz: ¡Que llega el esposo, salid a recibirlo!
Entonces se despertaron todas aquellas doncellas y se pusieron a preparar sus lámparas. Y las necias dijeron a las sensatas: Dadnos un poco de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas.

Pero las sensatas contestaron: Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis.
Mientras iban a comprarlo llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas y se cerró la puerta.
Más tarde llegaron también las otras doncellas, diciendo: Señor, señor, ábrenos.

Pero él respondió: Os lo aseguro: no os conozco.

Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora.


COMENTARIO

San Mateo imagina la fe, aún incipiente en las comunidades cristianas de su época, como una débil llama de una lámpara encendida. La lámpara, que es cada creyente, la imagina de barro; por lo tanto, es frágil y fácilmente puede hacerse añicos al menor golpe. Probablemente escuchó la parábola al propio Jesús y en ese momento la creyó oportuna para su comunidad de creyentes.

El caso es que nuestra fe, la de los creyentes del siglo XXI es esa llama tenue, que necesita avivarse constantemente para dar luz; y los cristianos de hoy también somos frágiles como los cacharros de arcilla, que con facilidad pueden quebrar.

Hoy puede ser un buen día para meditar en nosotros mismos, revisar y avivar la llama de nuestra fe. Los cristianos de la época de san Mateo consideraban larga la espera de la segunda venida del Señor. Qué larga se hace la vida al cristiano que vive con tristeza su fe, es decir sin ocuparse jamás de alimentarla con la escucha de la palabra de Dios, con la recepción de los sacramentos; en cambio, qué corta se le hace al que la vive con gozo. Para vivir la fe con alegría es necesario llevar alcuzas cargadas de aceite: la oración, la meditación de la palabra de Dios, la participación en los sacramentos y las buenas obras.

Vivimos en un mundo de prisas, de resultados inmediatos, de acción pronta y eficaz. A las empresas se les exige rapidez y calidad; a los deportistas, batir nuevas marcas; a la tecnología del espacio, superar la velocidad de la luz… La espera se nos antoja ya anticuada, no es propia del mundo de la informática, de internet, de la telefonía móvil. La fe, comenzamos a pensar, es de otra época: o bien se adapta a nuestro mundo, o está llamada a desaparecer por inservible.

Hoy más que nunca, necesitamos de los monasterios de vida contemplativa, en los que el reloj del mundo parece haberse parado. Necesitamos nuevos samaritanos, como el que encontramos en el evangelio de Lucas, que caminen sin prisas por nuestras calles y caminos, deteniéndose ante el necesitado. Necesitamos más Teresas de Calcuta, que aparquen el coche en el arcén de la carretera, porque hay alguien que les necesita y no les importe llegar tarde, o sencillamente no llegar. Cuentan de santa Teresa de Calcuta que, viajando en coche por Méjico a una cita con el obispo del lugar, advirtió la presencia de un necesitado a la orilla de la carretera por donde ella pasaba. Mandó detener el coche, a riesgo de llegar tarde o sencillamente no llegar a la cita, para interesarse por aquel enfermo. Lo atendió y siguió su camino.

Algo parecido a nosotros les debía estar pasando a las comunidades de cristianos de los tiempos de san Mateo. Ya entonces comenzaban las prisas y se les hacía larga la espera por el retorno de Jesús. El mismo san Pablo tendrá que recomendar a aquellos buenos cristianos que se pusieran a trabajar, que el Señor se tomaba las cosas con más calma que nosotros.

De todos modos, los creyentes necesitamos recuperar la serenidad, alimentar nuestra fe y esperar sin desmayar la venida del Señor. El Señor ciertamente vendrá. Que nos encuentre vigilantes: en oración, en la escucha de su palabra y haciendo el bien.

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