Mt 25, 14-15.19-21
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola:
-Un hombre,
al irse de viaje, llamó a sus empleados y les dejó encargados de sus bienes: a
uno le dejó cinco talentos de plata, a otro dos, a otro uno; a cada cual según
su capacidad. Luego se marchó. El que recibió cinco talentos fue enseguida a
negociar con ellos y ganó otros cinco. El que recibió dos hizo lo mismo y ganó
otros dos. En cambio, el que recibió uno hizo un hoyo en la tierra y escondió
el dinero de su señor.
Al cabo de
mucho tiempo volvió el señor de aquellos empleados y se puso a ajustar las
cuentas con ellos. "Señor, cinco talentos me dejaste; mira, he ganado
otros cinco". Su señor le dijo: "Muy bien. Eres un empleado fiel y
cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al
banquete de tu señor". Se acercó luego el que había recibido dos talentos
y dijo: "Señor, dos talentos me dejaste; mira he ganado otros dos".
Su Señor le dijo: "Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has
sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu
señor".
Finalmente,
se acercó el que había recibido un talento y dijo: "Señor, sabía que eras
exigente, que siegas donde no siembras y recoges donde no esparces; tuve miedo
y fui a esconder tu talento bajo tierra. Aquí tienes lo tuyo". El señor le
respondió: “Eres un empleado negligente y holgazán. ¿Con que sabías que siego
donde no siembro y recojo donde no esparzo? Pues debías haber puesto mi dinero
en el banco para que al volver yo pudiera recoger lo mío con los intereses.
Quitadle el talento y dádselo a quien tiene diez. Porque al que tiene se le
dará y le sobrará; pero al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene. Y a
ese empleado inútil echadlo fuera, a las tinieblas; allí será el llanto y el
rechinar de dientes”.
COMENTARIO
Lo que
inmediatamente llama la atención del texto evangélico de este domingo es ese
empleado que es condenado por cumplir estrictamente la ley: devuelve lo que le
han dejado. Al menos no ha malgastado el denario ni lo ha empleado para
negocios sucios, ni siquiera lo ha empleado en algún capricho personal. Lo
correcto es que aquel señor le agradezca haberle guardado su dinero y le
recompense por haberlo conservado intacto. Ciertamente, los negocios humanos
son así, pero no los de Dios.
Muchos de
los oyentes de Jesús pensaban que Jesús no debió ir a la escuela de Nazaret y
si fue, no aprendió bien las matemáticas: no se entiende que un pastor abandone
99 ovejas por buscar a una descarriada; no se comprende que un padre reciba con
una fiesta a un mal hijo que ha dilapidado toda su herencia, ni mucho menos les
cabe en la cabeza que el señor de la viña pague el mismo salario a quien ha
trabajado solo una hora que al que ha soportado el peso de una jornada. Sin
embargo, a estas alturas del año litúrgico o de nuestra vida, ya es hora de que
entendamos que las matemáticas de Dios tienen poco que ver con las nuestras,
que la ley de Dios no coincide con nuestro concepto de la ley. Las matemáticas
y la ley de Dios tienen como principio fundamental el amor, y el amor no
entiende de sumas, restas, multiplicaciones ni divisiones. Esto es precisamente
lo que no comprendió aquel empleado que recibió un talento: en el talento vio
una moneda y no vio un pedazo de amor.
Todas las
parábolas que nos narra Jesús en los evangelios hemos de leerlas a través del
prisma del amor. No hacerlo así, nos conduce a no entender lo que nos quiere
comunicar Jesús; es por lo que muchos oyentes de Jesús consideraban absurdas
sus parábolas: Un pastor no puede abandonar a todo un rebaño por una única
oveja extraviada, una mujer no puede remover todo el mobiliario de la casa por
un céntimo que echa en falta, un propietario de una viña no puede pagar el
mismo sueldo a quien ha trabajado toda una jornada en su viña que a quien tan
solo ha trabajado una hora, ni es comprensible la actitud de ese padre que
acoge y abraza a ese hijo que ha malgastado la herencia, sin exigirle nada a
cambio.
Ahora ya
podemos aterrizar en nuestra propia vida. Al salir de las manos de Dios se nos
entregó un trozo de amor, una llama de amor y se nos envió a incendiar el
mundo. No importa la grandeza de la llama: toda llama, por pequeña que sea,
tiene capacidad suficiente para provocar un incendio. Así pues, se nos va a
juzgar por haber amado o no. Si escondemos nuestra llama bajo el celemín,
acabará por apagarse y el día de retornar al Padre solo le podremos entregar
unas cenizas de desamor. Así pues, propaguemos el fuego del amor en el mundo.
Que la
eucaristía, sacramento del amor de Dios a los hombres, avive en nosotros la
llama del amor que Dios Padre depositó en nosotros el día de nuestra entrada en
este mundo.
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