miércoles, 27 de diciembre de 2023

SAGRADA FAMILIA - B

 Lucas 2, 22-40


Cuando se cumplieron los días de su purificación, según la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones».

Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo acostumbrado según la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:

«Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz.

Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel».

Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño.

Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: «Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción —y a ti misma una espada te traspasará el alma—, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones».

Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años. De joven había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día. Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén.

Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él.

 

COMENTARIO

En el contexto de las celebraciones de Navidad, la Iglesia dedica un día a celebrar la Festividad de la Sagrada Familia. Nos recuerda así que Jesús nació en el seno de una familia: José, María y su hijo Jesús.

Hoy es también un día especialmente indicado para dar gracias a Dios por nuestras familias: por nuestros padres y por nuestros hijos.

La familia cristiana es también una pequeña iglesia y por ello es bueno preguntarnos si en esta iglesia doméstica está presente Dios, si nuestra familia es un reflejo del amor de Dios.

Las lecturas bíblicas de este día nos ayudan a interiorizar lo que estamos llamados a ser como familia y los compromisos personales que adquirimos como miembros de nuestra propia familia.

Del libro del Eclesiástico podemos extraer algunas orientaciones prácticas para la vivencia familiar, aunque debamos prescindir de algunos elementos culturales de otros tiempos. Honrar al padre y a la madre es algo querido y mandado por Dios. Ello hará que Dios Padre se muestre indulgente con nuestros pecados, y cada gesto de respeto y amor hacia ellos aumentará nuestro tesoro en el cielo. La compasión hacia el padre y la madre servirá para reparar nuestros pecados. «Cuida de tu padre en la vejez y aunque pierda el juicio, sé indulgente con él».

Estas ideas son tan válidas hoy como en la época en que Ben Sirá, el autor del libro del Eclesiástico, las escribió.

En san Pablo también encontramos enseñanzas muy aprovechables para nuestro tiempo. San Pablo se dirige a la comunidad cristiana, pero su doctrina es también aplicable a la familia. Como hijos de Dios que somos –dice– sed compasivos, bondadosos, mansos, humildes y llenos de paciencia. Que la paz de Cristo reine entre vosotros, sobrellevaos mutuamente y perdonaos unos a otros como Cristo os ha perdonado ya. Que vuestra vida esté gobernada por el amor. Y sed siempre agradecidos para con Dios Padre y para con todos.

El texto evangélico de san Lucas termina así: «El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él». Si edificamos la familia de acuerdo a estos rasgos que nos ofrece hoy la Biblia, no dudemos que los hijos también crecerán en sabiduría y en Gracia.

Que José, María y Jesús protejan nuestras familias, y de modo particular a las que están extenuadas por el sufrimiento y las dificultades, muchas de ellas causadas por nuestro egoísmo, indiferencia y falta de generosidad.

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