miércoles, 10 de enero de 2024

II DOMINGO ORDINARIO - B

 Jn 1, 35-42

En aquel tiempo estaba Juan con dos de sus discípulos y fijándose en Jesús que pasaba, dijo:

-Este es el cordero de Dios.

Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús; Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les preguntó:

-¿Qué buscáis?

Ellos le contestaron:

-Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?

Él les dijo:

-Venid y lo veréis.

Entonces fueron, vieron donde vivía y se quedaron aquel día; serían las cuatro de la tarde.

Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encontró primero a su hermano Simón y le dijo:

-Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo).

Y lo llevó a Jesús. Jesús se le quedó mirando y le dijo:

- Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que significa Pedro).

 

COMENTARIO:

El evangelista Juan recuerda con viveza este primer encuentro con Jesús: hace un relato minucioso del mismo con lo que más le impactó. Con toda seguridad que Juan y Andrés habían visto escenas conmovedoras de conversión a la orilla del Jordán y también experiencias amargas de rechazo y desconfianza por parte de las autoridades de Israel. Vieron al pueblo sencillo escuchar con atención, emocionarse y corroborar las palabras de denuncia de aquel hombre de Dios, el Bautista. Sin embargo, en su relato evangélico, ocupa un primer lugar aquella aparición inesperada del Maestro, que le impactó de tal modo que se decidió a preguntarle por su morada, el lugar donde vivía, y recuerda que pasó aquella tarde con él. Posteriormente, aquellas vivencias personales en el atardecer de ese primer día le animaron a seguir al Maestro.

En este relato aprendemos que Dios nos sale al encuentro, que es él quien nos busca y llama, como en el relato que nos cuenta Samuel en la primera lectura y que él vivió en el Templo de Jerusalén. Nosotros no nos apuntamos a un nuevo partido político, club o asociación; es el propio Señor quien nos busca por los diferentes caminos por los que transcurre nuestra vida; nos hace partícipes de su vida divina si le decimos que sí, nos convierte en sus seguidores. Conoce nuestro nombre: Samuel, Simón, Pablo, Zaqueo… Y cuando nos llama por nuestro nombre ya nos da una pista sobre lo que quiere de nosotros: Tú te llamarás Cefas –le dice a Pedro, el hermano de Andrés–. Y el nombre que el Señor nos da lleva consigo una misión; en el caso de Pedro –Cefas– significa “piedra”, y sobre esa piedra el Señor edificará la Iglesia.  

Está claro que si vivimos nuestra vida de creyentes con la idea de que somos nosotros los que voluntariamente nos hemos apuntado a una asociación (la Iglesia), por la sencilla razón de que vemos ciertas ventajas para el día de mañana, cuando ya no tengamos nada que hacer en este mundo, entonces podemos afirmar que no somos realmente cristianos; porque nos hemos apuntado a un club, en el que observando externamente ciertas normas (misa dominical, los diez mandamientos…) ya se nos garantiza la salvación eterna. Tampoco seríamos verdaderamente cristianos por el hecho de haber nacido en el seno de una familia creyente, en la que nos bautizaron al nacer y luego no nos hemos preocupado de cuidar nuestra fe (desgraciadamente esta es la impresión que ofrecen muchos cristianos). Pues bien, no es así: es el Señor el que nos busca, se hace el encontradizo y nos llama por nuestro nombre, asignándonos una misión que cumplir. Él solo espera de nosotros una actitud de acogida, de interés por su modo de vivir, para conducirnos a su morada y hacernos partícipes de su vida divina.

Al comienzo de este nuevo año, sintámonos llamados por el Maestro. A partir de ahora y a lo largo de los domingos del año acudamos a la participación en la eucaristía: escuchar la Palabra de Dios y alimentarnos con el pan de la eucaristía. Nos sentiremos transformados en cristianos de verdad.

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