Jesús le dijo: ¡María! (Jn 20, 11-13).
Entonces les
abrió el entendimiento para comprender las Escrituras (Lc 24, 35-48).
Jesús vino y
se puso en medio de ellos, y les dijo: ‘Paz a vosotros’ (Jn 20, 19).
Jesús le
dijo: ‘¿Porque me has visto has creído?’ (Jn 20, 29).
Después de
esto, se apareció, bajo otra figura, a dos de ellos cuando iban de camino a una
aldea (Mc
16, 12).
Por último,
estando a la mesa, los once discípulos, se les apareció y les echó en cara su
incredulidad (Mc
16, 14).
Y en último
término se me apareció también a mí, como a un abortivo (1 Cor 15, 8).
COMENTARIO:
Los
evangelios insisten en el efecto que producían las apariciones del Señor
Resucitado: todos los que han visto a Cristo resucitado se sienten impulsados a
hablar de él, no pueden callar tal experiencia. Todos los que van siendo
testigos de la Resurrección tienen necesidad imperiosa de proclamar a los demás
que el Señor vive; es más no creen hasta que ellos mismos no han sido objeto de
una ‘aparición’, o sea, hasta que no les ha sido dada la gracia de la fe: «Era
verdad, el Señor se le ha aparecido a Simón».
Hoy son
necesarios estos testigos de la Resurrección del Señor. Nuestra sociedad los
necesita más que nunca, la propia comunidad cristiana tiene sed de ellos.
Nuestras asambleas, reuniones, eucaristías están escasas de testigos de la
Resurrección. Necesitamos obispos, sacerdotes, catequistas, cristianos que nos
hablen de su experiencia de Cristo resucitado; tenemos sed de transmisores de
vida de fe más que de teólogos o excelentes oradores en nuestras iglesias. Sin
duda que cuando afirmemos con San Pablo: «No soy yo, es Cristo quien vive en
mí», entonces sentiremos la necesidad imperiosa de contar nuestra fe en el
Resucitado en nuestra comunidad parroquial o en el mundo en el que compartimos
trabajo y vida.
En estos
cincuenta días de pascua será bueno que nos acerquemos al final de los evangelios,
al libro de Los hechos de los apóstoles
o a las cartas de san Pablo y de los otros apóstoles. Observemos con atención
cómo llegaron ellos a creer en Jesús resucitado. Nos cuentan cómo llegó a ellos
la fe, dónde les sorprendió el don de la fe.
Después de
la muerte del Maestro, hay un primer momento de desconcierto, seguido de miedo,
finalmente de desánimo y de huida o vuelta a su trabajo de antes de conocer a
Jesús. Sin embargo, a un pequeño grupo de los discípulos les quedó una pequeña
llama en su interior, como un deseo de que la desaparición de Jesús no fuera
para siempre. Sacando del baúl de los recuerdos, comenzaron a recordar algunas
de sus palabras que encontraban corroboradas en los profetas de las Escrituras.
Y volvieron a juntarse, a reunirse como grupo. Y poco a poco van surgiendo las
diversas narraciones de las apariciones del Resucitado.
En estas
narraciones podemos encontrar también nosotros reflejada nuestra propia
experiencia de Jesús resucitado en nuestra vida. Y será bueno que la encontremos,
porque si no, la participación en la eucaristía dominical no nos dirá gran
cosa, llevar una vida cristiana consecuente con la fe que profesamos será un
tormento o una ‘necedad’, como pensaban los griegos en tiempos de san
Pablo.
Jesús, en
aquella ‘mañana de la Resurrección’, en ‘aquel atardecer del primer día de la
semana’, en ‘el camino a una aldea o al trabajo’, en medio de ‘la reunión
de la comunidad creyente’ o tal vez, como a Pablo de Tarso, ‘como en un
aborto’, sigue manifestándose resucitado.
Tratemos de
recordar en estos días pascuales cuándo, cómo y dónde Jesús Resucitado se nos
manifiesta a nosotros.
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