Mc 16, 15-20
En aquel tiempo se apareció Jesús a los Once y les dijo:—Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos, y si beben un veneno mortal no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos y quedarán sanos.
Después de hablarles, el Señor
Jesús, ascendió al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos fueron y
proclamaron el Evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y
confirmaba la Palabra con los signos que los acompañaban.
COMENTARIO
«¡Y dejas, Pastor santo,//tu grey en
este valle hondo, oscuro,
con soledad y llanto,// ¡Cuán pobres y
cuán ciegos, ay, nos dejas!».
Esta visión nostálgica en la oda “A la
Ascensión” de nuestro poeta Fray Luis de León nos deja la sensación de quedar
abandonados a nuestra suerte. Esta misma sensación la tuvieron también los
discípulos de Jesús.
Poco a poco, recuperaron la ilusión perdida en el encuentro semanal. El primer día de la semana, el domingo, eran constantes en la fracción del pan, en la oración, el recuerdo de las palabras de Jesús y de tantos momentos y prodigios vividos junto a él (Hech 2, 42-47). Aquel primer signo prodigioso de las bodas de Caná, en el que Jesús convierte el agua incolora e insípida de las tinajas en un vino sabroso de amor (Jn 2, 1-12). El recuerdo de tantos enfermos aliviados en su dolor, de tantos corazones desgarrados y consolados por el maestro. ¡Cómo no recordar a aquella multitud que escuchaba absorta al Maestro y se olvidaba hasta de comer! Jesús les proporciona alimento abundante con cinco panes y dos peces (Jn 6, 1-15). Aquella vez, a las puertas de la aldea de Naín, conmovido por el dolor de una viuda, se acerca a los que portaban el cadáver y lo devuelve vivo a su madre.
Las imágenes más vivas y conmovedoras eran las que les describía cuando hablaba de su Padre. El Padre que acoge siempre, que perdona siempre, sin pedir cuenta minuciosa ni poner condiciones; organiza una fiesta porque ha recuperado al hijo que creía perdido: le pone un anillo de oro y mata el mejor ternero del establo (Lc 15, 11-32). Muere en una cruz, como un malhechor, por ser consecuente con su doctrina y recupera, en la Resurrección, a sus discípulos, que le abandonaron en el momento de su detención. Ni una palabra de reproche hacia ellos.
Todos estos hechos los recuerdan en los encuentros de cada domingo y llegan al convencimiento de que Jesús vive y está con ellos, de otra forma, pero está.
Una vez vuelto a la vida, llena de paz
–“Paz a vosotros” (Jn 20, 21)– y colma
de alegría a todos sus más cercanos seguidores –“Se llenaron de alegría al ver
al Señor” (Jn 20,19-23)– y los envía a extender la Buena Noticia de la Salvación
por todo el mundo, comenzando por Galilea.
Efectivamente era necesario empezar en
Galilea, donde había comenzado todo. Ahí también nos manda ir a nosotros, a
recorrer de nuevo los caminos del Maestro: anunciar su evangelio y repetir sus
gestos de perdón y salvación a favor de todos, con especial dedicación a los
más débiles, enfermos, pecadores, los que viven sin esperanza, en soledad y
abandono.
Señor Jesús, nuestra mirada a los cielos no puede ser un signo de una nostalgia enfermiza. Queremos reconocer tu gloria, agradecer tu presencia entre nosotros, solicitar tu ayuda y seguir caminando por el mundo en la esperanza de tu manifestación. Amén (J. Román Flecha).
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