Jn.15, 9- 17
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos:Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si
guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he
guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de
esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud.
Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie
tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.
Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo
siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo
amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois
vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido; y os he
destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo
que pidáis al Padre en mi nombre, os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a
otros.
COMENTARIO:
Con las alegorías del Buen Pastor y del Viñador nos hemos hecho una idea de
lo que puede ser el amor de Dios hacia nosotros. Sin embargo, una idea es
siempre demasiado abstracta para comprenderlo; sentimos la necesidad de
experimentarlo, verlo con nuestros propios ojos, sentirlo, tocarlo, palparlo
como Tomás, para creer. Pues bien, el propio Señor nos revela cómo nos ama el
Padre: lo mismo que nos ama Jesús, pues Jesús nos ha amado como el Padre le ha
amado a él. El amor de Jesús, el Señor Resucitado, lo han sentido en su propia
carne los apóstoles; y esta es la experiencia más clara y más comprensible del
amor de Dios. No cabe otra manifestación más evidente.
No obstante, los apóstoles hace tiempo que ya no están con nosotros. No les
hemos conocido ni visto cómo amaban en la vida real, tampoco hemos convivido
con el propio Jesús, para hacernos una idea más clara de cómo amaba en realidad
Jesús. ¿Con qué contamos entonces para saber cómo era ese amor, reflejo del
amor de Dios Padre? Jesús ha amado a sus discípulos como el Padre le ha amado a
él y los discípulos que convivieron con Jesús trataron de imitarlo. No tenemos
otro camino para conocerlo más que el evangelio. Busquemos ahí gestos de amor
de Jesús.
Recordemos algunos de ellos, pero hay muchos más, que nos darán una idea
clara del amor de Jesús y, por lo tanto, del Padre hacia nosotros, sus hijos.
«¿Qué quieres que haga por ti?» -pregunta Jesús al ciego de nacimiento que
le grita desde la orilla del camino a la salida de Jericó (Lc 18, 41).
En otra ocasión cura a diez leprosos sin excluir al que no era judío:
«¡Jesús, maestro, ten compasión de nosotros» (Lc 17, 13).
«Mujer, ¿ninguno te ha condenado? Tampoco yo te condeno» -le dice a la
mujer adúltera (Jn 8, 10).
«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» -en la cruz (Jn 23, 34).
Y así podemos ir revisando los textos evangélicos y descubriremos nuevos y
sorprendentes gestos de amor que nos dan una idea clara del amor de Jesús,
reflejos del amor que Dios Padre nos tiene a cada uno de nosotros.
Ahora que ya sabemos cómo nos ama Dios Padre, el Señor Resucitado nos deja
su testamento: «Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como
yo os he amado».
Inmediatamente nos puede surgir esta pregunta: ¿Hasta qué grado alcanza la
barra de mercurio del termómetro de mi amor en esa meta de infinitos
grados que el Padre marca como meta, para que nadie sospeche que ya ha llegado
al último grado del termómetro del amor? Examinemos cada uno nuestra propia
vida y comenzando por nuestro propio hogar y siguiendo por nuestros vecinos y
nuestra propia ciudad y prolongando nuestra visión hacia el resto del mundo,
veamos cuántos gestos de amor tenemos hacia los necesitados. Hay infinidad de
ocasiones en las que podemos ejercitar nuestro amor y amar así a los otros como
nos sentimos amados por Jesús.
En la eucaristía celebramos el gesto de amor máximo de Jesús hacia los
hombres, dando su vida hasta morir en cruz. Imitémosle en nuestra vida.
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