Lc 6, 39-45
—«¿Acaso
puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? Un discípulo
no es más que su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su
maestro.
¿Por qué te
fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que
llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: «Hermano, déjame que te
saque la mota del ojo», sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita!
Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del
ojo de tu hermano.
No hay árbol
sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. Cada árbol se
conoce por su fruto; porque no se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimian
racimos de los espinos.
El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que rebosa del corazón, lo habla la boca».
COMENTARIO
En el texto
evangélico que se nos ofrece en este domingo, podemos extraer tres lecciones
prácticas para nuestra vida. La primera de ellas: ningún discípulo es superior
a su maestro. La segunda: primero hay que ser conscientes de los propios
defectos antes de fijarse y tratar de corregir los errores ajenos. La tercera:
no juzgar a nadie sin antes escucharle, porque de lo que esconde el corazón,
habla la lengua y las obras de una persona nos descubren cómo es.
«Un
discípulo no es más que su maestro». «¿Acaso un ciego puede guiar a otro
ciego?». Esta sencilla advertencia del evangelio nos advierte contra el
atrevimiento de pretender adoctrinar a otros sobre lo que aún nosotros no hemos
puesto en práctica y hemos contrastado su eficacia en nuestra propia vida.
Fácilmente nos dejamos guiar por la primera opinión, por las apariencias
externas, por la extraordinaria elocuencia del hablante. Los medios de
comunicación saben de esta nuestra debilidad: nos dejamos fácilmente guiar por
una imagen impactante, por el bien hablar, por el nombre o fama.
«El fruto
revela el cultivo del árbol», el libro del Eclesiástico nos lo advierte.
No nos debemos dejar guiar por la hermosura de las hojas tiernas que brotan en
el árbol en la primavera, hay que esperar al otoño para apreciar el valor real
del árbol cuando nos dé sus frutos.
«Uno solo es
vuestro maestro» –dice Jesús a sus discípulos. Seamos especialmente conscientes
de esta enseñanza, porque hoy somos fácilmente influenciables por la
propaganda, por las imágenes llamativas, por la buena oratoria, por las ofertas
atractivas de lo barato, de lo fácilmente alcanzable sin apenas sacrificio.
Hay una
segunda enseñanza. «¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo
y no reparas en la viga que llevas en el tuyo?». Somos propensos a advertir de
inmediato los defectos de los otros. Hay un mecanismo interno que salta
automáticamente ante el más mínimo defecto de nuestros vecinos. Nos atrae
poderosamente la murmuración, el chismorreo; tendemos incluso a agrandar los
defectos de los otros. Es este un defecto del que el papa Francisco nos
advierte con mucha frecuencia. Ciertamente que no es fácil de combatir. Hoy el
evangelio de Lucas nos lo recuerda una vez más. Antes de hablar mal de nadie,
hagámonos esta pregunta: “¿A quién beneficia?”. Si no beneficia a nadie y puede
causar daño a otros, lo mejor es el silencio.
La tercera
enseñanza se relaciona con esta segunda: «Lo que rebosa del corazón, lo habla
la boca». Es decir, antes de criticar debemos escuchar, porque la palabra es la
expresión más sincera de lo que llevamos en el corazón. Sin embargo, el
gusanillo que nos corroe por dentro nos incita a razonar maliciosamente: «De
todos modos, algo habrá; cuando el río suena, agua lleva».
Que la
palabra de Dios nos ayude a reflexionar en nuestra vida y pidamos al Señor,
nuestro maestro y guía, que nos ilumine para ser capaces de ver nuestros
propios defectos y admirar las virtudes de nuestros semejantes.
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