miércoles, 5 de marzo de 2025

I DOMINGO DE CUARESMA - C

 Lc 4, 1-13


En aquel tiempo, Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y, durante cuarenta días, el Espíritu lo fue llevando por el desierto, mientras era tentado por el diablo. Todo aquel tiempo estuvo sin comer, y al final sintió hambre.

Entonces el diablo le dijo:

- Si eres Hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan.

Jesús le contestó:

- Está escrito: “No solo de pan vive el hombre”.

Después, llevándole a lo alto, el diablo le mostró en un instante todos los reinos del mundo y le dijo:

- Te daré el poder y la gloria de todo eso, porque a mí me lo han dado, y yo lo doy a quien quiero. Si tú te arrodillas delante de mí, todo será tuyo.

Jesús le contestó:

- Está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto”.

Entonces lo llevó a Jerusalén y lo puso en el alero del templo y le dijo:

- Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, porque está escrito: “Encargará a los ángeles que cuiden de ti", y también: "Te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras".

Jesús le contestó:

- Está mandado: “No tentarás al Señor, tu Dios”.

Completadas las tentaciones, el demonio se marchó hasta otra ocasión.

 

COMENTARIO

Al inicio del tiempo de cuaresma siempre se nos invita a releer y meditar de nuevo el pasaje evangélico de las tentaciones. Y es bueno que así sea una vez al año, porque es fácil olvidar y caer de nuevo en lo que se nos ofrece más atractivo, palpable e inmediato.

Preferimos el pan fresco de la mañana, porque se nos presenta más sabroso, inmediato y palpable, aunque se nos anuncie que el pan que nos ofrece Dios es mejor, porque nos da vida eterna. Es decir, preferimos vivir el presente de nuestras pequeñas comodidades, satisfacer nuestras apetencias inmediatas, saborear la vida tal como se nos presenta. El futuro se nos ofrece prometedor, pero se nos antoja demasiado oscuro, incierto, aunque el Señor nos asegura que es lo único que nos dará la Vida.

El lujo y bienestar de nuestro mundo occidental nos deslumbra de tal manera que nos emborrachamos del placer que nos proporciona al instante y lo convertimos en el dios deseado y exclusivo de nuestras vidas. El Dios del cielo nos resulta distante e inalcanzable de momento, y por lo mismo poco fiable.
Hace tiempo que le pedimos a Dios una señal clara de que merecía la pena vivir la vida que él nos ofrece, pero la respuesta de Dios se retrasa, o más bien nuestra ceguera nos impide ver las señales evidentes que él nos envía en sus santos, que viven entre nosotros y nos manifiestan a gritos con su vida que nuestro Dios es el único dios verdadero: a él solo debemos adorar y amar con todo nuestro corazón y todas nuestras fuerzas.

El tiempo de cuaresma, estos cuarenta días que iniciamos ahora, se nos ofrecen como un camino de oración, ayuno, reflexión y limosna. Es tiempo de repensar nuestro caminar como cristianos y emprender una tarea de conversión, de retorno a la casa del Padre. Tal vez nuestro ejemplo suscite el interrogante de la conversión en otros. La Pascua está a un paso, 40 días. Necesitamos fiarnos totalmente de Dios, quien no defrauda jamás.

Nuestro Dios es el Padre de la Misericordia que nos describe magistralmente el evangelista san Lucas en la parábola del Hijo Pródigo: la imagen más acertada que nos ha revelado Jesús de Dios Padre. El Padre espera de la mañana a la tarde, sin desistir jamás, porque sabe que sus hijos hemos salido de sus entrañas y llevamos en nosotros el sello que nos delata nuestra procedencia. San Pablo se lo recordará a los atenienses en el areópago de Atenas contemplando el altar al dios desconocido: «En Él vivimos, nos movemos y existimos, así como algunos de vuestros mismos poetas han dicho: ‘Porque también nosotros somos linaje suyo’» (Act 17, 28). El Padre nos conoce y espera que tarde o temprano volvamos a él, después de haber visto otros mundos, que nos parecían mejores, más atractivos.

Que al final de este tiempo de cuaresma brote en nosotros la oración del hijo menor de la parábola: «Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo» (Lc 15, 21). Entonces sentiremos la tierna acogida de Dios Padre, que siempre ha esperado por nosotros.

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