Lc 4, 1-13
Entonces el
diablo le dijo:
- Si eres
Hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan.
Jesús le
contestó:
- Está
escrito: “No solo de pan vive el hombre”.
Después,
llevándole a lo alto, el diablo le mostró en un instante todos los reinos del
mundo y le dijo:
- Te daré el
poder y la gloria de todo eso, porque a mí me lo han dado, y yo lo doy a quien
quiero. Si tú te arrodillas delante de mí, todo será tuyo.
Jesús le
contestó:
- Está
escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto”.
Entonces lo
llevó a Jerusalén y lo puso en el alero del templo y le dijo:
- Si eres
Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, porque está escrito: “Encargará a los
ángeles que cuiden de ti", y también: "Te sostendrán en sus manos,
para que tu pie no tropiece con las piedras".
Jesús le
contestó:
- Está
mandado: “No tentarás al Señor, tu Dios”.
Completadas
las tentaciones, el demonio se marchó hasta otra ocasión.
COMENTARIO
Al inicio
del tiempo de cuaresma siempre se nos invita a releer y meditar de nuevo el
pasaje evangélico de las tentaciones. Y es bueno que así sea una vez al año,
porque es fácil olvidar y caer de nuevo en lo que se nos ofrece más atractivo,
palpable e inmediato.
Preferimos
el pan fresco de la mañana, porque se nos presenta más sabroso, inmediato y
palpable, aunque se nos anuncie que el pan que nos ofrece Dios es mejor, porque
nos da vida eterna. Es decir, preferimos vivir el presente de nuestras pequeñas
comodidades, satisfacer nuestras apetencias inmediatas, saborear la vida tal
como se nos presenta. El futuro se nos ofrece prometedor, pero se nos antoja
demasiado oscuro, incierto, aunque el Señor nos asegura que es lo único que nos
dará la Vida.
El lujo y
bienestar de nuestro mundo occidental nos deslumbra de tal manera que nos
emborrachamos del placer que nos proporciona al instante y lo convertimos en el
dios deseado y exclusivo de nuestras vidas. El Dios del cielo nos resulta
distante e inalcanzable de momento, y por lo mismo poco fiable.
Hace tiempo que le pedimos a Dios una señal clara de que merecía la pena vivir
la vida que él nos ofrece, pero la respuesta de Dios se retrasa, o más bien
nuestra ceguera nos impide ver las señales evidentes que él nos envía en sus
santos, que viven entre nosotros y nos manifiestan a gritos con su vida que nuestro
Dios es el único dios verdadero: a él solo debemos adorar y amar con todo
nuestro corazón y todas nuestras fuerzas.
El tiempo de
cuaresma, estos cuarenta días que iniciamos ahora, se nos ofrecen como un
camino de oración, ayuno, reflexión y limosna. Es tiempo de repensar nuestro
caminar como cristianos y emprender una tarea de conversión, de retorno a la
casa del Padre. Tal vez nuestro ejemplo suscite el interrogante de la
conversión en otros. La Pascua está a un paso, 40 días. Necesitamos fiarnos
totalmente de Dios, quien no defrauda jamás.
Nuestro Dios
es el Padre de la Misericordia que nos describe magistralmente el evangelista
san Lucas en la parábola del Hijo Pródigo: la imagen más acertada que nos ha
revelado Jesús de Dios Padre. El Padre espera de la mañana a la tarde, sin
desistir jamás, porque sabe que sus hijos hemos salido de sus entrañas y
llevamos en nosotros el sello que nos delata nuestra procedencia. San Pablo se
lo recordará a los atenienses en el areópago de Atenas contemplando el altar al
dios desconocido: «En Él vivimos, nos movemos y existimos, así como algunos de
vuestros mismos poetas han dicho: ‘Porque también nosotros somos linaje suyo’»
(Act 17, 28). El Padre nos conoce y espera que tarde o temprano volvamos a
él, después de haber visto otros mundos, que nos parecían mejores, más
atractivos.
Que al final
de este tiempo de cuaresma brote en nosotros la oración del hijo menor de la
parábola: «Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado
hijo tuyo» (Lc 15, 21). Entonces sentiremos la tierna acogida de Dios Padre,
que siempre ha esperado por nosotros.
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