Lc 20, 27-38
- Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si a
uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la viuda
y dé descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos: el primero se
casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así
los siete murieron sin dejar hijos. Por último, murió la mujer. Cuando llegue
la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado
casados con ella.
Jesús les contestó:
- En esta vida, hombres y mujeres se
casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección
de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles;
son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Y que resucitan los
muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al
Señor «Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob». No es Dios de muertos,
sino de vivos; porque para él todos están vivos.
COMENTARIO:
San Lucas nos sugiere que de lo que se
trata es de ser juzgados dignos de la resurrección de entre los muertos al
final de nuestros días. Aquellos buenos cristianos de entonces no parece que
pusieran en duda la resurrección de entre los muertos, pero sí estaban
desorientados sobre el camino para alcanzarla.
Hoy tal vez tengamos el mismo o parecido
problema en nuestros días, aunque seguramente más acusado. La preocupación por
el final no nos abruma: ¡Hay tantas cosas que nos lo mantienen a distancia! ¡En
Europa, vivimos tan a gusto en nuestro mundo de bienestar! El problema del más
allá, de la resurrección no nos preocupa de modo inmediato, ni siquiera a medio
plazo.
Entre quienes seguimos plateándonos el
tema de la resurrección y cuál ha de ser nuestro proyecto de vida encaminado a
su consecución, sí que es importante adentrarse en el texto evangélico de san
Lucas y plantearnos cuál es lo más importante en la vida, cuál ha de ser tomado
como secundario, y qué no debe preocuparnos en absoluto.
Santa Teresa en su poema de amor místico
nos da unas pistas. Si leemos el poema con detenimiento podremos fácilmente
encontrarlas: nos ayudarán a orientar nuestra propia vida. Cuando nuestras
preocupaciones se centran en nosotros mismos, procurándonos todo lo necesario
para gozar de una vida confortable, excluyendo de nuestra cercanía a todo y a
todos los que puedan perturbar nuestra comodidad, entonces hemos escogido el
camino equivocado. Santa Teresa dice que hemos de salir de nosotros mismos, de
nuestro amor egocéntrico, para que el sitio pueda ocuparlo el amor de Dios, que
se proyecta siempre hacia fuera, consiste en dar sin pedir nada a cambio.
Cuando consigamos que este Amor ocupe el lugar del amor egocéntrico, nos será
fácil trazar un proyecto personal de vida que nos encamine hacia la
resurrección. En una palabra, solo así seremos, un día, juzgados dignos de la
resurrección de entre los muertos.
Finalmente nosotros rezamos el credo en
cada eucaristía y rezamos así, manifestando nuestra fe: «Creo en Dios, Padre
todopoderoso». Nosotros, a semejanza de Dios, también somos padres y damos todo
para que nuestros hijos gocen de una vida larga y feliz. Lo damos todo por su
bienestar, por su salud, para que no les falte de nada, privándonos nosotros de
casi todo. Pero nosotros no somos todopoderosos y por tanto nuestros hijos
también sufren y mueren, pero a Dios Padre todopoderoso no se le muere ninguno
de sus hijos. Nuestra fe en la vida eterna se proyecta en la esperanza confiada
en Dios, Padre todopoderoso.
Cuando ahora proclamemos nuestra fe
rezando el credo de la eucaristía, seamos conscientes de lo que afirmamos.
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